lunes, 4 de noviembre de 2024

La brujería no se vende

 


 

La brujería no se vende

Doris Lessing

Cuando nació Teddy, los Farquar llevaban muchos años sin tener hijos; les conmovió la alegría de los sirvientes, que les llevaban aves, huevos y flores a la granja cuando acudían a felicitarlos por la criatura, y exclamaban con deleite ante su aterciopelada cabeza y sus ojos azules. Felicitaban a la señora Farquar como si hubiera alcanzado un gran logro, y ella lo sentía como si así fuera: dedicaba una sonrisa cálida y agradecida a los nativos, que persistían en su admiración.

Más adelante, cuando cortaron el pelo a Teddy por primera vez, Gideon, el cocinero, recogió del suelo los suaves mechones dorados y los sostuvo en una mano con aire reverente. Luego sonrió al niño y dijo: “Cabecita Dorada”. Ese fue el nombre que los nativos otorgaron al niño. Gideon y Teddy se hicieron muy amigos desde el principio. Cuando Gideon terminaba su trabajo, alzaba a Teddy sobre sus hombros y lo llevaba a la sombra de un árbol grande, donde jugaba con él y le hacía curiosos juguetes con ramitas y hojas y hierba, o moldeaba el barro húmedo del suelo para darle formas de animales. Cuando Teddy aprendió a andar, era Gideon quien solía agacharse ante él y chascaba la lengua para estimularlo, lo recogía cada vez que se caía y lo lanzaba al aire hasta que los dos quedaban sin aliento de tanto reír. La señora Farquar tomó cariño a su anciano cocinero por lo mucho que éste quería al niño.

No hubo más hijos y un día Gideon dijo:

—Ah, señorita, señorita, el Señor le envió a éste. Cabecita Dorada es lo mejor que tenemos en esta casa.

El plural de “tenemos” provocó un cálido sentimiento de la señora Farquar hacia el cocinero: a fin de mes le subió la paga. Ya llevaba con ella unos cuantos años; era uno de los pocos nativos que tenía a su mujer e hijos en el complejo y nunca quería irse a su aldea, que estaba a cientos de kilómetros. A veces se veía a un negrito que había nacido en la misma época que Teddy mirando desde los matorrales, asombrado ante la visión de aquel chiquillo con su milagroso cabello claro y sus nórdicos ojos azules. Los dos niños intercambiaban miradas abiertas de interés y una vez Teddy alargó una mano con curiosidad para tocar el pelo y las mejillas negras del otro niño.

Gideon los estaba mirando y, tras menear la cabeza reflexivamente, dijo:

—Ah, señorita, ahí están los dos niños; de mayores, uno se convertirá en baas y el otro en sirviente.

La señora Farquar sonrió y respondió con tristeza:

—Sí, Gideon, estaba pensando lo mismo. —Suspiró.

—Es la voluntad de Dios —dijo Gideon, que se había criado en las misiones.

Los Farquar eran muy religiosos y aquel sentimiento compartido de lo divino acercó aún más al sirviente y sus señores.

Teddy tendría unos seis años cuando le regalaron una moto y descubrió la intoxicación de la velocidad. Se pasaba el día volando en torno a la granja, se metía en los parterres, ponía en fuga a las gallinas alarmadas entre graznidos y a los perros irritados y trazaba un amplio arco mareante para terminar su carrera ante la puerta de la cocina. Entonces, solía gritar:

—¡Mírame, Gideon!

Gideon se reía y decía:

—Muy listo, Cabecita Dorada.

El hijo menor de Gideon, que ahora se cuidaba del ganado, acudió desde el complejo a propósito para ver la moto. Le daba miedo acercarse, pero Teddy se exhibió para él.

—¡Negrito! —le gritaba—. ¡Apártate de mi camino!

Se puso a trazar círculos alrededor del muchacho hasta que éste, asustado, echó a correr hacia los matorrales.

—¿Por qué lo has asustado? —preguntó Gideon, en grave tono de reproche.

Teddy contestó desafiante:

—Solo es un negrito.

Y se rió. Luego, cuando Gideon se apartó de él sin hablarle, Teddy se quedó serio. Al poco rato entró en la casa, buscó una naranja, se la llevó a Gideon y le dijo:

—Es para ti.

No era capaz de decir que lo sentía; pero tampoco podía resignarse a perder el afecto de Gideon. Este aceptó la naranja de mala gana y suspiró.

—Pronto irás al colegio, Cabecita Dorada —dijo, asombrado—. Y luego te harás mayor. —Meneó la cabeza con amabilidad y añadió—: Así son nuestras vidas.

Parecía estar poniendo distancia entre su persona y Teddy, no por resentimiento, sino al modo de quien acepta algo inevitable. Aquel niño había descansado en sus brazos y lo había mirado con una sonrisa en la cara; aquella pequeña criatura había colgado de sus hombros, había pasado horas jugando con él. Ahora Gideon no permitía que su carne tocara la carne del niño blanco. Era amable, pero apareció en su voz una formalidad grave que arrancaba pucheros de Teddy y lo hacía retroceder, enfurruñado. También lo ayudó a hacerse hombre: era educado con Gideon y se comportaba con formalidad, y si entraba en la cocina para pedirle algo lo hacía como cualquier blanco al dirigirse a un sirviente, esperando que se le obedeciera.

Pero el día que Teddy apareció en la cocina tambaleándose y frotándose los ojos, aullando de dolor, Gideon soltó la olla de sopa caliente que tenía entre manos, se acercó al niño y le apartó los dedos.

—¡Una serpiente! —exclamó.

Teddy había estado montando su moto, se había parado a descansar y había apoyado el pie junto a una cuba para las plantas. Una serpiente, colgada del techo por la cola, le había escupido a los ojos. La señora Farquar llegó corriendo en cuanto oyó la conmoción.

—¡Se volverá ciego! —sollozó, abrazando con fuerza a Teddy—. ¡Gideon, se volverá ciego!

Los ojos, a los que tal vez quedara apenas media hora de visión, se habían hinchado ya hasta alcanzar el tamaño de puños: la carita blanca de Teddy estaba distorsionada por grandes protuberancias moradas y supurantes.

—Espere un momento, señorita. Voy a buscar medicamentos —dijo Gideon.

Salió corriendo hacia los matorrales.

La señora Farquar llevó al niño a la casa y le lavó los ojos con permanganato. Apenas había oído las palabras de Gideon; sin embargo, cuando vio que sus remedios no surtían efecto y recordó haber conocido algunos nativos que habían perdido la vista por culpa del escupitajo de una serpiente, empezó a anhelar el regreso del cocinero, pues recordaba haber oído hablar de la eficacia de las hierbas de los nativos. Permaneció junto a la ventana, sosteniendo en brazos al niño, que no paraba de sollozar, y mirando desesperada hacia los matorrales. Habían pasado pocos minutos cuando vio regresar a Gideon a saltos, con una planta en la mano.

—No tenga miedo, señorita —dijo Gideon—. Esto curará los ojos de Cabecita Dorada.

Arrancó las hojas de la planta y dejó a la vista su raíz blanca, pequeña y carnosa. Sin lavarla siguiera, se llevó la raíz a la boca, la mordisqueó con vigor y luego conservó la saliva entre los labios mientras arrancaba a Teddy a la fuerza de los brazos de su madre. Lo sostuvo entre las rodillas y apretó con las yemas de los pulgares los ojos hinchados del niño hasta que éste empezó a gritar y la señora Farquar protestó:

—¡Gideon, Gideon!

Pero él no hizo caso. Se arrodilló sobre el niño, que se contorsionaba, y forzó los inflados párpados hasta que se abrió una ranura rasgada por la que aparecía el ojo, y entonces escupió con fuerza, primero en un ojo y luego en el otro. Al fin dejó al niño en brazos de su madre y afirmó:

—Sus ojos se curarán.

Sin embargo, la señora Farquar lloraba de terror y apenas pudo darle las gracias; era imposible creer que Teddy fuera a conservar la vista. Al cabo de un par de horas la inflamación había desaparecido. El señor y la señora Farquar fueron a la cocina a ver a Gideon y le dieron las gracias una y otra vez. Estaban desesperados de gratitud; parecían incapaces de expresarla. Le dieron regalos para su mujer y sus hijos, así como un gran aumento de sueldo, pero nada de eso podía pagar la curación total de los ojos de Teddy. La señora Farquar dijo:

—Gideon, Dios te ha escogido como instrumento de su bondad.

Y Gideon contestó:

—Sí, señorita, Dios es muy bueno.

En fin, cuando ocurre algo así en una granja, no pasa mucho tiempo antes de que se entere todo el mundo. El señor y la señora Farquar se lo contaron a sus vecinos y la historia fue tema de conversación de un extremo al otro del distrito. El monte está lleno de secretos. Nadie puede vivir en África, o al menos en las zonas mesetarias, sin aprender pronto que hay una antigua sabiduría de las hojas, de la tierra y de las estaciones —así como de los rincones más oscuros de la mente humana, acaso más importantes— que pertenece a la herencia del hombre negro. La gente contaba anécdotas por todos los rincones del distrito, recordándose unos a otros cosas que les habían ocurrido.

—Pero te digo que lo vi con mis propios ojos. Fue un mordisco de cobra bufadora. El brazo del africano estaba inflado hasta el codo, como una vejiga negra y brillante. Al cabo de medio minuto estaba grogui. Se estaba muriendo. Entonces, de repente, salió un africano del monte con las manos llenas de una cosa verde. Le frotó el brazo con algo y al día siguiente el muchacho volvía a trabajar y no se le veían más que dos pequeños pinchazos en la piel.

Así era lo que se contaba. Y siempre con una cierta exasperación, porque aunque todos sabían que hay valiosos medicamentos escondidos en la oscuridad de los matorrales africanos, en las cortezas de los árboles, en hojas de apariencia simple, en raíces, resultaba imposible que los nativos les contaran la verdad.

La historia llegó finalmente a la ciudad: tal vez fuera en alguna fiesta al atardecer, o en alguna función social por el estilo, donde un médico que estaba allí por casualidad rechazó su valor:

—Tonterías —dijo—. Estas historias se exageran por los cuentos. Cuando buscamos información por una historia como ésa, nunca encontramos nada.

En cualquier caso, una mañana llegó un extraño coche a la granja y salió de él un trabajador del laboratorio de la ciudad con cajas llenas de probetas y productos químicos.

El señor y la señora Farquar estaban aturullados, complacidos y halagados. Invitaron a comer al científico y contaron su historia entera de nuevo, por enésima vez. El pequeño Teddy también estaba y sus ojos azules refulgían de salud para probar la autenticidad de la historia. El científico explicó que la humanidad podría beneficiarse de aquel nuevo medicamento si se pusiera en venta, cosa que complació aun más a los Farquar. Eran gente simple y amable y les gustaba creer que gracias a ellos se descubriría algo bueno. Pero cuando el científico empezó a hablar del dinero que podría ganarse, se sintieron incómodos. Sus sentimientos al respecto del milagro (pues pensaban en el suceso en esos términos) eran tan fuertes, profundos y religiosos que les parecía de mal gusto relacionarlo con el dinero. El científico, al ver sus caras, regresó al primer argumento, que era el progreso para la humanidad. Tal vez fue demasiado superficial: no era la primera vez que acudía en pos de algún secreto legendario de los matorrales.

Al fin, cuando terminó el almuerzo, los Farquar llamaron a Gideon al cuarto de estar y le explicaron que aquel baas era un Gran Doctor de la Gran Ciudad y que había recorrido todo aquel camino para verlo a él. Al oírlo, Gideon pareció asustarse; no lo entendía. La señora Farquar le explicó enseguida que el Gran Baas se había presentado allí por su maravillosa intervención con los ojos de Teddy.

Gideon miró al señor Farquar, y luego a la señora, y luego al niño, que se daba aires de importancia por la ocasión. Al fin, dijo a regañadientes:

—¿El Gran Baas quiere saber qué medicina usé?

Hablaba con incredulidad, como si no pudiera concebir semejante traición de sus viejos amigos. El señor Farquar empezó a explicar que de aquella raíz podía extraerse un medicamento muy necesario, y que podría ponerse a la venta de modo que miles de personas, blancas y negras, en todo el continente africano, dispondrían de salvación cuando aquella serpiente bufadora les escupiera su veneno en los ojos. Gideon escuchó con la mirada clavada en el suelo y la piel de la frente tensa por la incomodidad. Cuando el señor Farquar hubo terminado, no contestó. El científico, que había permanecido hasta entonces recostado en su silla, bebiendo tragos de café y exhibiendo una sonrisa de escéptico buen humor, intervino y se lo volvió a explicar todo, con palabras distintas, acerca de la fabricación de medicamentos y del progreso de la ciencia. Además, ofreció un regalo a Gideon.

Tras esta última explicación hubo un momento de silencio y luego Gideon replicó con indiferencia que no podía recordar de qué raíz se trataba. Tenía una expresión huraña y hostil en el rostro, incluso cuando miraba a los Farquar, a quienes solía tratar como si fueran viejos amigos. Ellos empezaban a molestarse; esa sensación anuló la culpa que había nacido tras las primeras acusaciones de Gideon. Empezaban a pensar que su comportamiento era muy poco razonable. Sin embargo, en ese momento se dieron cuenta de que no iba a ceder. La droga mágica permanecería en su lugar, desconocido e inservible salvo para los escasos africanos que la conocieran, nativos que tal vez se dedicaran a cavar zanjas para el Ayuntamiento, con sus camisas rasgadas y sus pantalones cortos remendados, pero que habían nacido para la curación, herederos de otros curanderos por ser hijos o sobrinos de antiguos brujos, cuyas feas máscaras, huesos y demás burdos objetos de magia parecían ahora signos externos de poder y sabiduría reales.

Los Farquar podían pisotear aquella planta cincuenta veces al día de camino entre la casa y el jardín, del sendero de las vacas a los campos de maíz, pero nunca se iban a enterar.

Sin embargo siguieron discutiendo y trataron de persuadirlo con toda la fuerza de su exasperación; y Gideon siguió diciendo que no se acordaba, o que nunca había existido tal raíz, o que no se encontraba en aquella estación del año, o que no era la raíz por sí misma, sino su saliva, lo que había curado los ojos de Teddy. Dijo todas esas cosas, una detrás de otra, y no pareció importarle que fueran contradictorias. Estuvo rudo y tozudo. Los Farquar apenas reconocían a su simpático y amable sirviente en aquel africano ignorante, perversamente obstinado, que permanecía ante ellos con la mirada baja y retorcía el delantal entre los dedos mientras repetía una y otra vez cualquiera de las estúpidas negativas que le viniera a la mente.

De pronto, pareció que cedía. Alzó la cabeza, dedicó una larga y rabiosa mirada al círculo de blancos, que para él tenían el aspecto de una ronda de perros ladradores en torno a él, y dijo:

—Les voy a enseñar la raíz.

Echaron a andar en fila india desde la casa por un sendero. Era una tarde abrasadora de diciembre y el cielo estaba lleno de calurosas nubes de lluvia. Todo estaba caliente: el sol parecía una placa de bronce que diera vueltas en el aire, los campos refulgían de calor, el suelo ardía bajo sus pies y el viento, cargado de polvo, les soplaba en la cara, rasposo y acalorado. Era un día terrible, destinado a tumbarse en el porche con una bebida helada, como normalmente harían a esas horas.

De vez en cuando, recordando que el día de la serpiente a Gideon le había costado solo diez minutos encontrar la raíz, alguien preguntaba:

—¿Tan lejos queda, Gideon?

Éste miraba hacia atrás y respondía, con molesta educación:

—Estoy buscando la raíz, baas.

Efectivamente, a menudo se agachaba de lado y pasaba la mano entre las hierbas, con un gesto tan mecánico que resultaba ofensivo. Los hizo caminar entre los matorrales por senderos desconocidos durante dos horas, bajo aquel calor derretido y destructor, hasta que rompieron a sudar y les dolió la cabeza. Iban todos muy callados; los Farquar porque estaban enfadados y el científico porque una vez más se demostraba que tenía razón: la planta no existía. Su silencio era muy diplomático.

Al fin, a unos diez kilómetros de la casa, Gideon decidió de pronto que ya había suficiente; o tal vez su enfado se evaporó en aquel instante. Sin esforzarse por aparentar nada ajeno a la casualidad, recogió un puñado de flores azules entre la hierba, las mismas flores que abundaban en los caminos que habían recorrido.

Se las dio al científico sin mirarlo siquiera y echó a andar a solas de vuelta a la casa, dejando que lo siguieran si así querían hacerlo.

Cuando llegaron a la casa, el científico se fue a la cocina y dio las gracias a Gideon: se comportaba con mucha educación, pero mantenía la burla en la mirada. Gideon se había ido. Tras tirar las flores en la parte trasera del coche sin darles ninguna importancia, el eminente visitante se fue de vuelta a su laboratorio.

Gideon regresó a la cocina a tiempo para preparar la cena, pero estaba muy huraño. Habló con la señora Farquar como un sirviente malcarado. Pasaron días antes de que volvieran a llevarse bien.

Los Farquar interrogaban a sus trabajadores acerca de aquella raíz. A veces recibían miradas desconfiadas por toda respuesta. A veces, los nativos decían: “No lo sabemos. Nunca hemos oído hablar de esa raíz”. Uno de ellos, el muchacho que cuidaba el ganado, que llevaba mucho tiempo con ellos y les tenía cierta confianza, dijo:

—Pregúntenle al que trabaja en la cocina. Ese es todo un médico. Es el hijo de un famoso curandero que solía vivir por aquí y no hay enfermedad que no pueda curar. —Luego, añadió con educación—: Por supuesto, no es tan bueno como el médico de los blancos, eso ya lo sabemos, pero para nosotros sí que sirve.

Al cabo de un tiempo, cuando ya había desaparecido la amargura entre los Farquar y Gideon, empezaron a bromear:

—¿Cuándo nos vas a enseñar la raíz de las serpientes, Gideon?

Él se reía, meneaba la cabeza y, con cierta incomodidad, contestaba:

—Pero si ya se la enseñé, señorita, ¿no se acuerda?

Al cabo de mucho tiempo, cuando Teddy ya iba al colegio, entraba en la cocina y le decía:

—Gideon, viejo gamberro. ¿Recuerdas aquella vez que nos engañaste a todos y nos hiciste caminar no sé cuántos kilómetros por la meseta para nada? Llegamos tan lejos que mi padre me tuvo que traer en brazos.

Y Gideon se partía de risa educadamente. Después de reír mucho rato, se incorporaba, se secaba los ojos y miraba con tristeza a Teddy, quien lo contemplaba maliciosamente desde el otro lado de la cocina:

—Ah, Cabecita Dorada, cuánto has crecido. Pronto serás mayor y tendrás tu propia granja…

El diablo que nos habita

 


 

El diablo que nos habita

Maeve Brennan

Me acercaba sin sobresaltos al final de mis trece años cuando una pregunta incontestable que aún ahora vuelve a veces a desconcertarme vino a romper toda mi placidez. Estaba en un internado en Kilcullen, un pueblo del condado de Kildare. Había unas sesenta y pico de niñas en el colegio y nos llevaban a dar largos paseos en fila por aquel paisaje uniforme y sin nervio del campo que rodea al pueblo. Había varias tiendas en Kilcullen, pero el único edificio donde yo había entrado era la iglesia, a la que íbamos a veces a confesarnos.

En general, íbamos a confesarnos a la capilla del convento, recorriendo de puntillas el oscuro vestíbulo principal de las monjas. Llevábamos uniforme azul marino, con largos calcetines de lana y zapatillas negras, y, antes de entrar en la capilla a confesarnos, o para asistir a la misa matinal o a la bendición del domingo por la tarde, nos cubríamos la cabeza con un velo blanco liso. Al final del primer trimestre mi velo estaba tan lleno de la fragancia oscura y almizclada de la capilla -de incienso, flores y velas apagadas- que me daba miedo lavarlo, por temor a cometer un sacrilegio.

Mi primer año en el colegio transcurrió sin grandes dificultades. Yo no era una alumna de éxito, pero tampoco un fracaso. No había nada que leer porque la diminuta biblioteca escolar estaba cerrada tras las puertas de una alta librería acristalada y yo detestaba el hockey y el baloncesto y todos los demás deportes que teníamos que practicar, pero era una alumna bastante alegre. Fue al principio del segundo curso cuando las cosas empezaron a torcerse, pero el cambio fue tan gradual que nunca pude decidir qué día o ni siquiera qué semana empecé a detectarlo y acabé por acostumbrarme. Diría que empezó una plácida tarde de septiembre en clase de canto. Era la única clase en la que se reunía todo el colegio. Nos encontrábamos en el aula más grande, que tenía piano. Generalmente nos quedábamos de pie formando un gran semicírculo, con las niñas del coro a la derecha y el resto de nosotras ordenadas más o menos por altura. Yo estaba en medio de la curva y sentía que me vigilaban los ojos de la hermana Verónica, aunque, naturalmente, no se me veía más que a las demás niñas. Y, en cualquier caso, yo sabía por experiencia que una niña que intentara esconderse era casi siempre la primera en atraer la atención.

Aquella tarde, junto con las otras chicas, estaba cantando Las Montañas de Mourne con mi tono más agudo y con los ojos fijos en los ojos claros y saltones de la hermana Verónica, que marcaba el compás para nosotras con una de sus largas y lentas manos. La hermana Verónica creía que una niña que mira directo a los ojos es buena y yo esperaba que advirtiera mi mirada sincera.

La puerta se abrió y entró la hermana Hildegarde, la superiora del colegio, solemne y sin sonreír. Era una mujer baja y gruesa, con una cara grande y blanca llena de lunares. Ella y la hermana Verónica nos gobernaban a todas con la ayuda de tres jóvenes profesoras y otras dos o tres monjas menores.

Nosotras temíamos a las dos monjas directoras. Las temíamos separadamente, pero nuestro miedo se multiplicaba por tres cuando teníamos que enfrentarnos a las dos juntas porque cada una de las dos parecía inspirar a la otra y las decisiones que tomaban juntas siempre nos eran desfavorables y no había apelación posible. Eran imprevisibles y mortíferas en sus acusaciones y sus juicios, y nunca sabíamos en qué punto estábamos con ellas. Pero en este caso, la ocasión parecía bastante pacífica y continuamos cantando con todas nuestras fuerzas. La hermana Hildegarde tomó posición tras la hermana Verónica, a un lado, para poder vernos a todas.

Cuando acabó la canción, empezamos ¿Quién es Silvia?, que habíamos aprendido a cantar a coro. A mitad de canción, la hermana Verónica, a iniciativa de la hermana Hildegarde, nos detuvo bruscamente con un gesto. La hermana Hildegarde dio un paso adelante.

-Tengo la sospecha de que no todas las niñas lo están haciendo lo mejor que pueden -dijo-. Ya sabe, hermana, que hay niñas que solo quieren que las demás hagan el trabajo por ellas. Si no fuera por su trabajo y la voz de Maggie Harrington, no sé qué sería del coro este año.

Maggie Harrington era la estrella musical del colegio. Dirigía el coro cantando la bendición todos los domingos, y también era la delegada de los alumnos. Tenía dieciocho años, el pelo castaño crespo peinado en una coleta sobre su fuerte espalda y una cara ancha y colorada en la que cabalgaban espejuelos sin montura, centelleantes de triunfo. La hermana Verónica sonrió a Maggie y al resto del coro, aunque algunas de las niñas tenían solo doce años y las demás las mirábamos con envidia porque gozaban del favor general y siempre sabían lo que había que hacer.

-Voy a vigilar muy atentamente esta vez -dijo la hermana Hildegarde-. Creo que sé qué niñas están haciendo trampas. Creo que usted también lo sabe, ¿verdad, hermana?

La hermana Verónica estuvo de acuerdo en que sabía qué niñas cantaban en voz baja y añadió significativamente que solían ser las mismas que daban más problemas, en la clase y fuera de ella, las que trabajaban menos.

-No suele fallar, hermana -dijo, mirándonos a todas-. La pereza y el conflicto van de la mano. Una niña ocupada es una niña buena. El diablo siempre encuentra algo en las manos ociosas.

La hermana Hildegarde asintió.

-Deles una nota, hermana -dijo.

La hermana Verónica nos dio una nota muy alta con el piano, sin apartar los ojos de nosotras.

La Rueca -dijo.

Era una de mis canciones favoritas. En el estribillo teníamos que zumbar como ruecas y yo ya estaba zumbando con todas mis fuerzas cuando, para mi sorpresa y desazón, vi que la hermana Hildegarde me hacía gestos para que me adelantara. Yo tenía la conciencia limpia. Sabía que había hecho mucho ruido y por mi cabeza cruzó la idea de que tal vez hicieran adelantarse a las mejores para dar ejemplo al resto del colegio. Me quedé en el sitio que me indicaron, frente al piano, e inmediatamente se me unieron otras tres niñas a las que habían llamado de entre las filas. Nos quedamos juntas sin cantar hasta que acabó la canción.

-Ahora ya sabemos quiénes son las culpables -dijo la hermana Hildegarde.

-Lo sospeché todo el tiempo, hermana -dijo la hermana Verónica-. De hecho, podría haberle dado los nombres de esas cuatro niñas sin que usted hubiera entrado en el aula.

-Niñas, ¿por qué? -preguntó la hermana Hildegarde intensamente-. ¿Por qué no cantaban con todo el colegio? ¿Creen que son demasiado buenas para cantar con las demás niñas? ¿Creen que es indigno de ustedes aprovechar la formación de la hermana Verónica?

Nosotras sabíamos muy bien que no debíamos ni intentar aclarar; en un caso así, aclarar significaba porfiar, es decir, una ofensa muy grave.

Manteníamos los ojos en el suelo; una mirada directa cuando caes en desgracia se consideraba una prueba no de bondad, sino de desafío.

-Ya ve, hermana -dijo la hermana Hildegarde-, no tienen nada que decir.

-El mismo silencio que cuando tenían que cantar, sin duda -repuso la hermana Verónica.

Maggie Harrington soltó una risa musical y la sofocó decorosamente.

-Bien puedes reírte, Maggie -dijo la hermana Hildegarde-. Ahora escuchemos qué pueden hacer estas cuatro por sí solas. Deles una nota, hermana.

Tomamos la nota y entonamos una tímida pero aceptable versión de La Rueca.

-Suenan más como máquinas de coser Singer que como ruecas -dijo la hermana Hildegarde fríamente, cuando acabamos.

-Una lástima que no hayan querido cantar así en clase -dijo la hermana Verónica. Se volvió a la hermana Hildegarde-. Ya ve que tienen voces, hermana. Es pura terquedad si no cantan cuando deben.

-Ahora que saben que las vigilamos, tal vez lo hagan un poco mejor -dijo la hermana Hildegarde, en un tono descorazonador.

Una semana después, volvimos a tener clase de canto y esta vez nosotras cuatro tuvimos problemas con La Rosa de Tralee.

Intentamos con desespero que se viera que cantábamos tan fuerte como las demás, pero ahora la hermana Verónica estaba convencida de que la desafiábamos y por muy coloradas que nos pusiéramos del esfuerzo, por muy fuerte que respirásemos, creía que estábamos haciendo trampa. Las demás nos miraban divertidas y algo despectivas. Se preguntaban por qué no queríamos cantar o, si realmente cantábamos, por qué las monjas insistían en que no.

Eso era lo que me desconcertaba. Yo oía y sentía que estaba cantando y pensaba que mis tres compañeras de culpa podían oír y sentir que estaban cantando también. No podía preguntarles nada, porque estaba prohibido hablar entre nosotras, por la teoría de que éramos menos dañinas para el tono general del colegio separadas que juntas, y éramos demasiado cobardes para infringir la regla. Lo peor de todo era que una vez nos habían proclamado ovejas negras en clase de canto, nuestra desgracia se fue extendiendo gradualmente y tiñó toda nuestra vida escolar. Al cabo de poco tiempo, todo lo que hacíamos parecía ser equivocado. Yo aprendí muy poco aquel trimestre, porque me pasaba la mayor parte del tiempo de pie, castigada en la puerta de una u otra aula, o yendo al despacho de la hermana Hildegarde para informarle de un nuevo pecado. Las otras tres ovejas negras estaban igual de mal que yo. No eran muy amigas mías. De hecho, la misteriosa acusación de la hermana Hildegarde fue el primer lazo que tuvimos en común. Una de las niñas, Sally Lynch, una niña bajita de pelo negro con flequillo en la frente, solo tenía doce años. Las otras dos, Mary Anne Rorke y Cecilia Delaney, tenían quince.

Cecilia era gorda, pero Mary Anne tenía un aspecto muy corriente. Íbamos a distintas clases. Me desconcertaba entonces y me sigue desconcertando ahora saber por qué nos habían escogido para desempeñar aquel papel. Era un colegio tranquilo, sin emociones. No había grandes crisis, ni se cometían delitos importantes. Ahora creo que, lejos de causar problemas, las cuatro atrajimos simplemente el escaso problema que podía haber, y tal vez para las monjas fuese lo mismo. Tras ser declaradas culpables, por supuesto, empezamos a parecer muy culpables en nuestros esfuerzos por rehabilitarnos, y eso no nos ayudó. Además, yo me volví muy nerviosa, en parte por la importancia que se nos daba.

Finalmente, un sábado por la noche la hermana Hildegarde entró en la sala del recreo durante la hora ociosa de antes de acostarnos y levantó la mano para pedir silencio.

-Niñas -dijo-, como saben, unas pocas de entre ustedes nos han preocupado mucho este trimestre. Las cuatro a las que me refiero han provocado mucho descontento y mala impresión. Las llamamos “los bastones del diablo”. Sin ellas, no podría avanzar. Pero ahora van a tener una ocasión de redimirse. Mañana por la tarde, van a tener la oportunidad de mostrar a Nuestro Santísimo Dios que sienten su mal comportamiento y quieren enmendarse. Maggie Harrington y el resto del coro no cantarán en la bendición. En su lugar, esas cuatro niñas subirán al altillo del coro y cantarán los himnos ellas solas. Tienen tanta práctica como cualquier otra alumna del colegio. Si no se saben los himnos a estas alturas, no los sabrán nunca.

Yo no me había imaginado una prueba tan dura. Todas las niñas nos miraron con compasión. Nadie sonrió. Las cuatro nos fuimos a la cama y tuvimos pesadillas y nos levantamos al día siguiente para enfrentarnos a la peor pesadilla que nos esperaba. Cuando el momento llegó por fin, casi a las cuatro de la tarde, subimos las escaleras del altillo del coro como si subiéramos al cadalso. Oíamos a las niñas moviéndose abajo en la capilla y veíamos las cabezas cubiertas de velos blancos de las más pequeñas, que se arrodillaban en los primeros bancos. Inmediatamente después de las alumnas, las postulantes, en su primer año de vida religiosa, ocuparían sus sitios, y tras ellas las novicias y, al fondo, las monjas con sus mantos y hábitos negros. Para agravar nuestra angustia, sabíamos que aquel domingo habría cinco o seis parejas de padres que hacían su visita y estarían esperando también a que empezáramos. Sin duda sus hijas les habrían contado que estábamos allí arriba para intentar redimirnos.

Entró el sacerdote, el padre O’Connor, seguido del monaguillo; la hermana Ángela, una monja muy joven y guapa que enseñaba piano y estaba sentada ante el órgano con la cabeza inclinada en meditación, empezó a tocar los acordes del primer himno del servicio, O salutaris hostia. Mirándola, abrimos la boca para cantar, pero solo pudimos graznar. Ella empezó de nuevo y de nuevo graznamos nosotras, esta vez tan penosamente que ni siquiera sabíamos con certeza si emitíamos algún sonido. La hermana Ángela lo intentó una tercera vez, sonriendo desaforadamente para animarnos, pero nosotras renunciamos al mismo tiempo, no emitimos ningún sonido, dejamos de mirarla y en lugar de ello miramos al suelo. Ella levantó las manos del órgano e intentó llevarnos de nuevo al himno, sin música, cuando de pronto, desde abajo, se elevó la voz heroica de Maggie Harrington, a la que casi inmediatamente se unieron todas las demás voces del coro habitual. Cantaron toda la bendición, un himno tras otro, sin desfallecer, y la hermana Ángela las acompañó y mantuvo los ojos misericordiosamente apartados de nosotras.

Más tarde, aquel mismo día, supe que habían empezado a cantar allí donde se arrodillaban, y muchas veces he intentado imaginarlas de rodillas con las manos juntas y los velos blancos elevados hacia el altar mientras cantaban para salvar el día. Nosotras cuatro, mucho más arriba, no teníamos valor para nada. Ni siquiera teníamos valor para rezar.

Cuando acabó la bendición, la hermana Ángela se levantó y salió del altillo. Casi enseguida, apareció el rostro terrible de la hermana Verónica junto a las escaleras.

-Se han lucido -dijo con calma-. Supongo que estarán contentas consigo mismas. Ya pueden bajar.

Nos precipitamos abajo, aliviadas de no tener que quedarnos para siempre abandonadas en aquel altillo, pero sin ganas de enfrentarnos al futuro inmediato. La hermana Verónica seguía en las estrechas escaleras y teníamos que pasar junto a ella, tocando su grueso hábito negro. En la puerta de la capilla, el padre O’Connor estaba felicitando a las heroínas. Aún llevaba la casulla de misa y miró por encima de sus cabezas hacia nosotras con una expresión que entonces me resultó incomprensible, pero en la que ahora me parece haber detectado un brillo de diversión.

No ocurrió nada más aquel domingo. Fuimos a merendar con el resto del colegio. Me sentía tristemente elevada -aún no sabía por qué- y comí mucho pan con mantequilla y advertí las miradas de temerosa especulación que me dirigían las otras niñas de mi mesa. Podía pasarme cualquier cosa. Incluso podían expulsarme.

Pasaron días relativamente tranquilos y luego volvimos a tener clase de canto. La hermana Verónica y la hermana Hildegarde entraron juntas en el aula. Con un gesto nos indicaron a las cuatro que nos pusiéramos delante, ante todo el colegio. Cuando nos hubieron aislado de ese modo, la hermana Hildegarde, con una expresión de severidad y pesar, dijo:

-Todas oímos a estas niñas intentando cantar el domingo pasado. Ya sabemos qué lastimoso espectáculo dieron de sí mismas y del colegio. No voy a castigarlas ni a regañarlas. Su caso es demasiado grave para eso. No solo nos dejaron en la estacada, sino que dejaron a Nuestro Señor en la estacada.

Solo voy a decir que necesitan que recemos mucho por ellas. Que cada niña que esté dispuesta a dedicar un minuto extra todos los días a rezar una oración por estas niñas equivocadas y tozudas levante la mano.

Nosotras cuatro seguimos mirando al mismo lugar adonde ya mirábamos, al suelo. Cecilia, la niña gorda, se echó a llorar. Yo me sentí aliviada de saber en qué punto estábamos. Nos habían dado una oportunidad y el diablo que nos habitaba había logrado derrotarnos. La razón de nuestra culpa seguía oculta a nuestros ojos, pero, en cierto modo oscuro y reconfortante, nos habían convencido de su existencia. No habíamos visto la figura del diablo, pero habíamos sentido su poder en nuestras gargantas secas y nuestros corazones desbocados. Ahora estaba claro para nosotras lo que para las monjas siempre había estado claro, porque nos dábamos cuenta como ellas de que si Dios hubiera estado de nuestra parte, Él nos habría dado la voz para cantar Sus himnos.

 

El día en que nos vengamos

 


 

El día en que nos vengamos

Maeve Brennan

Una tarde, unos hombres poco amistosos, vestidos de civiles y pertrechados con revólveres, vinieron a nuestra casa buscando a mi padre, o buscando información sobre él. Esto ocurrió en Dublín, en 1922. El tratado con Inglaterra, que convertía a Irlanda en el Estado Libre Irlandés, acababa de firmarse. Aquellos irlandeses que eran favorables al tratado, los partidarios del Estado Libre, gobernaban el país. Los que habían defendido una república, como mi padre, estaban en rebelión. Mi padre era buscado por el nuevo gobierno y había tenido que esconderse. Vivía clandestinamente, dormía una noche en una casa y la siguiente y la otra en otra, y a veces venía a hurtadillas para vernos. Supongo que mi madre nos había llevado a verlo varias veces, pero yo solo recuerdo una de aquellas visitas, y sé que me pareció muy extraño encontrarlo en la casa de alguien desconocido y dejarlo allí cuando nos fuimos a casa. En cualquier caso, aquellos hombres venían a buscarlo. Entraron abarrotando nuestro estrecho y pequeño vestíbulo y recorrieron toda la casa, arriba y abajo, buscando por todas partes y haciendo preguntas. No había nadie en casa más que mi madre, mi hermana pequeña, Derry, y yo. Emer, mi hermana mayor y el puntal de mi madre, había salido a hacer unos recados. Derry estaba arriba, en la cama con gripe. Yo estaba sentada cómodamente en una butaca baja en la sala, ensartando un collar. Tenía cinco años.

Cuando acabaron de registrar la casa, los hombres entraron en tropel en la sala donde yo estaba, desde la cual podían vigilar la calle. Traían a mi madre con ellos. Se instalaron en la habitación, hablando ociosamente entre sí y esperando. Mi madre estaba apoyada en la pared más apartada de la ventana, observándolos. Parecía muy tensa. Seguramente temía que mi padre se arriesgara a visitarnos y lo atraparan, y que nosotras lo viéramos detenido.

Uno de los hombres se acercó y se quedó frente a mí. Señaló una cuenta azul de cristal para que la añadiera al collar, pero yo le expliqué que era demasiado pequeña para entrar y que la había descartado. El intercambio con aquel hombre extraño me hizo sentir muy lista. Entonces él se inclinó acercándose más a mí.

-Dinos si sabes dónde está tu papá -susurró.

Yo dejé de ensartar cuentas y empecé a pensar, pero mi madre atravesó la habitación y corrió hacia él. Era una mujer bajita y delgada con la cara puntiaguda y el pelo castaño y liso, que siempre llevaba en un moño bajo.

-¿No le da vergüenza? -exclamó-. Interrogar a la niña…

El hombre se apartó de mí y ella volvió a su sitio contra la pared. En aquella época, en 1922, mi madre ya llevaba soportando problemas y ansiedad durante muchos años. Los primeros años de su matrimonio habían estado dominados por los preparativos para la Rebelión de Pascua, de 1916, y había visto a mi padre detenido y condenado primero a muerte y luego a trabajos forzados de por vida. Cuando yo nací, él estaba en la cárcel en Inglaterra y ella estaba sola en Dublín, sin saber cuándo lo vería ni si volvería a verlo. En realidad, lo soltaron un año después, y en 1921 nos trasladamos a la casa de Ranelagh, donde ahora esperábamos a ver qué ocurría.

De pronto, mi madre, al pensar en Derry, que estaba arriba sola en su habitación, abandonó su pared y corrió a la puerta que daba a las escaleras, pero uno de los hombres se adelantó a ella y le apuntó con el revólver. Ella levantó las manos contra el marco de la puerta, mirándolo con media sonrisa. Yo la había visto muchas veces sonreír así cuando estaba agitada.

-No puede abrir esa puerta -dijo el hombre.

-¿No han visto a la pequeña enferma en el piso de arriba? -dijo mi madre-. Estará asustada.

-No importa -dijo el hombre-. Usted no sale de esta habitación.

De nuevo mi madre se retiró a su pared y yo volví a mi collar y los hombres continuaron su charla. Al cabo de un rato se levantaron bruscamente y se marcharon. Mi madre siguió ansiosa, sospechando que podían estar vigilando el final de la calle por si llegaba mi padre. Se fue arriba a hablar con Derry y cuando volvió, la seguí los tres escalones abajo hacia la cocina, que era pequeña y cuadrangular, con un suelo de baldosas rojas y una puerta que daba al jardín. Ella se sentó en la mesa de la cocina. Le pregunté si quería una taza de té y ella dijo que sí. Llené la hervidora, salpicando agua por todo el suelo, pero ella no se fiaba de que encendiera el fuego y al final tuvo que preparar el té ella misma. Al cabo de un rato, llegó Emer a casa y mi madre le ofreció té y le contó todo lo que había pasado y lo que se había dicho, sin olvidar la pregunta que me habían hecho a mí. Al escucharla, de nuevo me invadió la gratitud, la emoción y la sorpresa de que aquel extraño me hubiera incluido a mí en la redada.

La otra única incursión que recuerdo tuvo lugar aproximadamente un año después y los hombres eran más duros. De nuevo estábamos solas en casa mi madre, mi hermana pequeña y yo. Esta vez los hombres llegaron por la mañana. Mi madre estaba con los quehaceres domésticos y llevaba un delantal atado a la cintura. Había abrillantado las varillas de cobre que sujetaban la alfombra roja de la escalera y ahora estaba limpiando el hule en el suelo del comedor. Los hombres entraron atropelladamente, como la otra vez, con sus revólveres, pero en esta ocasión buscaban en serio. Levantaron las camas buscando papeles y cartas, sacaron todos los libros de mi padre de las estanterías y los agitaron, y miraron en todos los cajones y en el ropero y el horno de la cocina. No hubo un centímetro de la casa que no tocaran. Pusieron todas las habitaciones patas arriba. El hule recién limpio se quedó marcado por sus pies impacientes y los dormitorios de arriba se quedaron hechos un asco, con las sábanas y las mantas en el suelo y los colchones amontonados sobre las camas desnudas. Al final, volvieron a la cocina y volcaron las latas de harina y té y azúcar y sal y todo lo que encontraron y metieron las manos dentro y las vaciaron en la mesa y el suelo. Tiraron todas las tazas y platillos. Aun así no encontraron nada, pero la casa parecía haber sufrido una explosión sin que se cayeran las paredes. Al fin se dispusieron a marcharse, pero cuando estaban a punto, uno de ellos, un tipo aplicado, se precipitó a la chimenea de la sala principal y metió las manos por el cañón y asomó la cabeza lo más que pudo, intentando ver lo que pudiera haber allí. Una gran lluvia blanda de hollín le cayó encima, cubriéndole cabeza y hombros. Se apresuró a salir de nuevo a la habitación, con las manos negras y la cara moteada. Parte del hollín le había entrado por las mangas y otra parte seguía cayendo sobre la alfombra. Miró a sus compañeros, se palmeó para sacudirse la suciedad y entonces se marcharon.

Cuando se fueron, mi madre contempló el daño que habían hecho. Tardaría mucho tiempo poner la casa como estaba antes. Fuimos todas a la cocina y examinamos los trastornos. Esta vez no era cosa de ponerse a hacer té, porque el té estaba en el suelo, junto con la harina y el azúcar.

Muy pocas veces habíamos oído a mi madre reírse fuerte a carcajadas. Normalmente tenía una forma muy calmada, casi secreta, de reírse. En cambio ese día la risa la sacudió.

-¡Oh! -exclamó-. ¿Vieron su cara cuando salió de la chimenea?

Mi hermana pequeña y yo empezamos a saltar a su alrededor, riéndonos.

-¡Ah! -exclamó mi madre-. ¿Por qué se me olvidó hacer que limpiaran la chimenea? ¡Oh, gracias a Dios que se me olvidó llamar para que limpiaran la chimenea!

Y con nosotras parloteando encantadas, en incrédula compañía, estalló en carcajadas con tanta fuerza que parecía que pudiera rompérsele el corazón.

El abuelo cuentacuentos

 

Julio Verne: el abuelo cuentacuentos

Julio Verne: el abuelo cuentacuentos

Jacques Sagot

Fue Carlos Luis Sáenz quien por vez primera acuñó este término, para aludir a la venerable figura del abuelo que, a la hipnótica luz del fuego, improvisaba historias para estimular la fantasía de sus nietos –y de paso ponerlos a dormir–.  Yo carecí de este personaje, y fue así como Julio Verne vino a llenar con creces tan calamitosa falencia.  Es curioso, cuando a un escritor se le traduce el nombre, o se le omite el apellido ello es signo del cariño y a familiaridad que por él expresamos.  Nadie dice Yolanda Oeamuno, se prefiere Yolanda a secas, y a veces simplemente “La Yola”.  Lo mismo sucede con Eunicie Odio, de quien se omite el apellido para reducirla, con todo cariño, a Eunice.  Así, decimos Julio Verne, no Jules Verne, Juan Ramón, no Juan Ramón Jiménez y Juan Sebastián Bach, no Johan Sebastian Bach.  Este es un signo de afecto y de confianza.  No lo haríamos nunca con un escritor ajeno a nuestro mundo.

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CONVIÉRTETE EN LO QUE ERES

A los diez años se infiltra en un barco comercial para internarse en la mar.  Pronto su condición de polizón es descubierta, y Julio es devuelto a Nantes.  En casa le esperaba una paliza que aún viejo resintió.  De este incidente se desquitaría Verne con sus barcos el Saint-Michel I y el Saint Michel II, emprendiendo viajes a Islandia, Noruega, Suecia y la totalidad del Mar Mediterráneo. Una periodista americana que elaboró de él una celebrity interview, le preguntó: “De no haber sido escritor, ¿qué otra profesión le hubiera gustado desempeñar?”  Como Debussy, respondió: “marinero”

¿PROFETA?

“Todo lo que un hombre sea capaz de soñar otros serán capaces de hacerlo”.  Julio Verne no era un escritor de ciencia ficción, como podrían serlo H.G. Wells, Ray Bradbury o Arthur Clark.  Era más bien un escritor científico.  He aquí algunos de sus vislumbres del futuro: El helicóptero (Robur el conquistador); Las armas de destrucción masiva y el horror de los lager del nazismo (Los quinientos millones de la Princesa India); El trasatlántico (La isla flotante), Los viajes espaciales (De la tierra a la luna y Alrededor de la luna; El submarino (Veinte mil leguas de viaje submarino); La televisión (El castillo de los Cárpatos), la árida e hipertecnologizada vida de la modernidad (París en el siglo XX);  El tanque de guerra (La casa de vapor).

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¿POETA?

Hay tanta poesía en las visiones de Julio Verne, que por poco me atrevería a calificarlo de poeta –a su manera, huelga decir–.  No por sus rimas, métrica, asonancias o aliteraciones, no.  Es la magnitud de los paisajes, de los elementos, la locura temeraria de sus personajes, su mirada dilatada hacia el porvenir.  Viaje al centro de la tierra, por ejemplo, asfixia al lector, lo sume en la claustrofobia, en el vértigo de la caída libre.  El fondo de los océanos, tal cual lo describe en Veinte mil leguas de viaje submarino es pura poesía: poesía visual y esencialmente plástica. Miguel Strogoff –que muchos calificarían como su mejor novela– es, en esencia, una novela de amor.  La visión final de La esfinge de los hielos(continuación y desenlace de la trunca novela de Edgar Allan Poe, Las aventuras de Arthur Gordon Pym, es ya una fantasía surrealista y específicamente daliniana, que nos queda impresa en la memoria hasta el fin de nuestros días.  Lo último que haría es describírselas, para que así tengan la curiosidad de leer el libro en su integridad.

¿CINEASTA?

Don Julio es también, a su manera el inventor del cine (de hecho, la primera película de los hermanos Lumière recrea, de manera humorística, el Viaje a la luna, de Verne).  Pero no es por esto que nos atrevemos a calificarlo de cineasta.  Es, antes bien, por los paisajes que describe, por la velocidad cinética de la acción, por los cambios constantes de secuencias y planos, por lo fantástico de las visiones, porque lo que leemos parece solicitar perentoriamente la transposición al cine.  Novelas esencialmente dinámicas requieren de un medio ocular, de la plasticidad del cine, para ser propiamente representadas. Y en efecto, muchas son las adaptaciones cinematográficas que de sus obras se han hecho… cada una más mala que la anterior.

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UN BUEN BURGUÉS DE AMIENS

Julio nace en Nantes (Bretaña) en 1828 (para hacernos una idea, el año en que murió Schubert, y un año después del deceso de Beethoven).  Vivió la mayor parte de su vida en Amiens, donde llegó a ocupar algún puesto político de poca monta (recordemos sus abortados estudios de jurisprudencia).  Era un buen burgués que vivía con su esposa y un hijo que no hizo más que causarle las peores aflicciones, en cuenta un intento de suicidio.  ¿De dónde procedían sus enciclopédicos conocimientos científicos?  No viajaba a los remotos lugares que tan vívidamente describe.  La respuesta es que leía, y leía, y leía, que hacía viajes imaginarios, en diversos mapamundis, a las tierras que serían escenario de sus epopeyas (la tonalidad básica de su obra es épica), porque antes de comenzar una novela se munía de absolutamente todo cuanto del escenario geográfico se había escrito, porque no solo era un gran novelista, sino también un investigador enamorado de la geografía, la aerostática, la vulcanología, la astronomía, la botánica, la geología, la química, la física, la historia… porque era un hombre que sabía de lo que hablaba.

LA GRAN DECEPCIÓN

Luego la catástrofe de la Guerra Franco-Prusiana y la pérdida de Alsacia y Lorena, sobreviene una fractura en la visión de mundo de Julio.  Toda su fe en la ciencia positiva se cae a pedazos.  “La ciencia sin conciencia acarrea la ruina del hombre” –nos dice Rabelais–.  Francia es derrotada.  A partir de este momento el noble Robur el conquistador y su prodigiosa máquina voladora se convierte en el megalomaníaco Dueño del mundo (una de sus últimas novelas), y Los quinientos millones de la Princesa India deviene una aterradora premonición de los campos de concentración nazis.  Verne es un hombre roto.  Todo aquello en lo que creía se desmorona ante su impotencia.  Sus héroes no encaran ya los valores de sus primeros personajes, su literatura se llena de anti-héroes y de seres desquiciados.  Surge el personaje clásico del “científico loco” (the scientist gone mad), un lugar común de la cultura occidental (en el cine, particularmente).  Todas las némesis de James Bond son científicos locos que, en medio de su delirio exorbitado, complotan para apoderarse del mundo.  Pues bien, ese tipo, ese topos koynos literario, fue enteramente creación de Julio Verne.

Julio Verne, el hombre que vislumbró el futuro en el que vivimos - LA NACION

¿QUIÉN ES JULIO VERNE?

En 1905 muere, casi ciego, y rodeado por su familia, el gran visionario.  Setenta y tres novelas, uno que otro cuento y un puñado de obras dramáticas de juventud que nada añaden a su gloria.  Verne fue un poeta de la imagen visual, un profeta del desarrollo tecno-científico de la cultura occidental, un creador de epopeyas y mitos, un maestro en el arte de la narración y del suspenso, un demiurgo de personajes desprovistos de densidad psicológica (esto es innegable, salvo por Miguel Strogoff, Nadia Fedor, el Capitán Nemo y quizás Phileas Fogg) pero siempre pintorescos e inolvidables (¡cómo se pegan a la conciencia sus figuras, se integran a nuestras vidas y nos siguen habitando!)  El novelista más vendido en la historia de la literatura (este es un hecho verificado por diversos estudiosos), un visionario y más aún, un divino alucinado, un viejo loco que se tomó en serio su locura, un hombre que ha puesto a soñar durante más de cien años a la humanidad.  Todo eso y muchas cosas más es don Julio.

Desde un cómodo sofá en una discreta casa de Amiens supo recrear, con la ayuda de cientos de mapas, docenas de revista científicas y una copiosa biblioteca, el mundo tal cual él lo soñaba.  No es un escritor de evasión o un mero autor fantástico.  Bajo sus personajes obsesos (Hatteras se vuelve loco al llegar por fin al eje mismo del Polo Norte) se adivina la ansiedad del escritor, su insatisfacción esencial, su amor por lo remoto y lo insólito.  La poesía de un planeta que tenía aún muchos rincones llenos de misterio, de comarcas inexploradas.  Sus personajes no violentaban a la naturaleza: la investigaban con pasión.  Eran sus hierofantes, no sus devastadores.

¡EL VIGÍA HIZO SONAR LA ALARMA!

Es completamente inexacto ver en Julio Verne a un apologista del desarrollo tecno-científico, un hijo espiritual de Auguste Comte, un pensador positivista y un escritor más intoxicado con el mito enciclopedista e iluminista del “progreso”.  Verne hizo sonar a rebato las campanas para alertarnos de los peligros que el fetichismo cientificista acarrearían a la especie humana.  Fue enfático en este punto, y conforme envejecía su pesimismo tendió a acentuarse sin cesar.  Como el gran Ernesto Sábato (quien lo leía asiduamente), Verne renegó de esa ciencia y de los paraísos artificiales que prometía.  En última instancia, el novelista termina por reconocer la esencial irracionalidad de la criatura humana, movida por oscuros, torvos móviles subconscientes, por larvas demenciales, por la “voluntad de poder” nietzscheana.  El humanismo de Verne se desintegra: emerge bajo su pluma el “homo demens” de Edgar Morin.

JULIO VERNE Y YO

Mi relación con Julio Verne es una larga historia de amor que se remonta a los oscuros áticos de mi infancia.  Obligado a guardar cama durante meses debido a mis dolencias físicas, Verne me permitió viajar por todo el mundo y más allá de él, sin tener que moverme de mi lecho de enfermo.  Compraba sus novelas en una tienda chiquitita que quedaba allá por el Paseo de los Estudiantes y la avenida nueve, llamada “Librería Panamericana”.  Era la Editorial Molino.  Papel rugoso, menos que esporádicas ilustraciones, encuadernación austera, sobria, quizás incluso algo severa, y un aroma embriagador de vainilla que era –eso lo sé ahora– producto de la degradación de la molécula de lignina, polímero fenólico utilizado en la fabricación del papel.

Colección Julio Verne 2021 MX

Con el paso de los años este aroma se ha intensificado, impregnando la totalidad de mi biblioteca.  Los libroscostaban 20 colones.  Los compraba con religiosa puntualidad los viernes por la tarde al salir de la escuela, y para el siguiente viernes ya los tenía leídos.  Estimo haber devorado unas sesenta novelas de Verne, y creo que su estilo influyó decisivamente en mi propia prosa y mis recursos narrativos.  ¡Ah, qué alegría tan pura, que inmensa expectativa con cada nuevo libro, qué mundos inéditos me eran revelados!  Leí las novelas canónicas como las menos buenas y también las mediocres.  Lo consumí de manera indiscriminada y glotona.

Todo esto aconteció en el año 1974.  Estaba yo en sexto grado de la escuela primaria (el Liceo Franco-Costarricense, que ciertamente supo incentivar mi furor verneano).  Cuarenta años más tarde, en la primavera de 2014, tuve el privilegio de peregrinar a la casa – museo de Julio Verne en Amiens, una anchurosa mansión burguesa confortable pero no opulenta o vulgar.  La recorrí con unción, con auténtico fervor.  El tercer piso consiste en una torrecita donde está emplazado el gabinete de trabajo del escritor.  Cuando me asomé a esta celda poco menos que monacal, las esclusas de mi alma se abrieron, y torrencial y purificadora brotó la emoción (al punto de preocupar a la muchacha que nos proponía la visita guiada de la casa).  Es un cuartito diminuto, con un escritorio, una silla, unos pocos libros, papel, tinta, plumas, y un rústico catre más propio de unestudiante pobre que del escritor más celebrado del mundo.  Una ventanita se abre hacia el parque de Amiens, con vista a la espléndida catedral gótica de la ciudad.  No podía creer lo que veía: ¡de aquel ínfimo, irreductible recinto habían brotado todos los mundos, todos los personajes, todas las situaciones, todas las visiones, todos los desenlaces, todas las comarcas y épocas históricas que yo había recorrido de su mano!

A Casa di Jules Verne - Il giornale del mare

¿Cómo era posible que de semejante claustro hubiese emergido semejante galería del onirismo trascendental, todo un universo irrigado por la más desmelenada fantasía de la historia de la literatura?  No, no, no… no era posible.  ¡Me sentí tan cerca de él, experimenté la sensación de estar reencontrando a un viejo y entrañable amigo, de que aquel cuartito había estado aguardnado mi visita (¡la mía, no la de nadie más!) durante ciento diez años!  Había un piano en la casa (su esposa Honorine era un músico proficiente), que por supuesto toqué, siempre evocándolo a él, dedicándole un íntimo, secreto homenaje, un pequeño juego à deux.

No moriré sin haber escrito un libro sobre Verne… o mejor dicho, sobre nuestra amistad, sobre nuestro vínculo, sobre mi persona tanto como la suya.  Será el cuaderno de bitácora de un diálogo secular entre un niño costarricense nacido en 1962 en medio de cafetales, y confinado a largos períodos de discapacidad, de camas de hospital, de reposos obligados y penosos, y el poeta que le permitió vivir mil vidas en una.  A lomos de su prosa cabalgué sobre planetas, cometas y asteroides.  Gracias, maestro, desde el epicentro mismo de mi ser, una y mil veces gracias.  Cumpliré con mi promesa, y mi país será testigo de ello.

Placeres cinematográficos culpables

 One Million Years B.C.

 



Placeres cinematográficos culpables

Jacques Sagot, pianista y escritor.

 Corría el año de 1966, y tenía yo cuatro veranos.  Una tarde (me parece que fue un sábado) me lleva mi mamá al ya hoy extinto Cine Rex, diagonal a la Catedral Metropolitana, y al frente de la esquina sudeste del Parque Central.  La película se llamaba Un millón de años antes de Cristo, y era un verdadero festival para los amantes de los dinosaurios (en Navidad, San Nicolás siempre me traía montones de libros de estos monstruos, muy bellamente ilustrados.

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Ya a la sazón era yo un especialista en esta área del conocimiento, y pretendía que cuando fuera grande sería paleontólogo.  En efecto, sabía yo identificar cada especie, determinar su tamaño, sabía si eran herbívoros o carnívoros, y en qué partes del planeta habían vivido).

La película me dejó un estado de sobreexcitación que a duras penas puedo describir.  Al ver las columnas de la Catedral Metropolitana me decía: “el Tiranosuaro rex medía seis metros de alto: debía ser como esos enormes pilares” -es una imagen y una relación que recuerdo muy bien-.  Para mí la película fue un delirio.  Mi saurofilia alcanzó niveles de verdadera exaltación.  Era la mejor película de dinosaurios que en mi vida había visto, y lo seguiría siendo hasta que vino Steven Spielberg con sus monstruitos digitalizados en Jurassic Park, de 1993.  Pero pese a la digitalización, había algo muy hermoso en los efectos especiales de ese mago de la imagen animada que fue Ray Harryhausen.  Su método de fotografiar a los dinosaurios según la técnica del stop and motion tiene una belleza algo rústica que sigue pareciéndome más atractiva que los efectos generados por computadora, por convincentes y realistas que sean.  Lo que mucha gente no comprende es que algunas personas no vamos al cine a buscar “convincentes y realistas” imágenes, en particular los niños.  Antes bien, disfrutamos con el cine que se muestra a sí mismo como cine, y no oculta por completo su tramoya y sus andamiajes.

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Por supuesto, le pedí a mi papá que me llevara a ver la película nuevamente.  Fue conmigo y a todas luces la pasó muy bien.  Pero lo sorprendente de todo aquello fue que él mismo se ofreció a llevarme una tercera vez, para el asombro de mi mamá.  Algunos días después, lo sorprendí hablando por teléfono con un amigo, diciéndole que había que ver a toda costa esa película, que salía Raquel Welch más bella que nunca, que se le veían los pechos pródigos a través de su pequeño escote de cavernícola, y que lo mismo sucedía con sus piernas y nalgas.  Y fue así como me beneficié de la fijación paterna con Raquel Welch para ver la película un par de veces más.  La veo hoy en día, y comprendo el entusiasmo paterno.  La escena en que Raquel sale de una poza con su bikini de piel de mamut, de ciervo (o de algún otro animal peludo), con el escote bajo y sus blancos muslos por los que se desliza el agua (un gesto a lo Ursula Andress) es uno de los grandes momentos de la historia del cine erótico.

He disfrutado de la película en la televisión varias veces desde entonces (aunque creo que es el tipo de producción al que la pantalla pequeña perjudica).  Tiene, en efecto, toda la magia de Ray Harryhausen, magnífica música, momentos de genuino terror (cuando el hombre, escondido en lo alto de un árbol, en la cueva donde vivían unos extraños homínidos, los ve venir hacia el estanque a beber, y retirarse luego lentos, negros, ominosos).  Raquel Welch, en el papel de Loana, cumple con ser, en efecto, eminentemente deseable, y su compañero, John Richardson, interpreta a la perfección su rol de Tumak, un cavernícola expulsado de su propio clan.  Como siempre, un terremoto y erupción volcánica vuelven a sembrar la paz entre los clanes en disputa.  Sigo pensando que los efectos especiales usados en esta atronadora secuencia son top-notch.  Me vengo de enterar, con más tristeza de lo que podría suponerse, de que el actor que hacía las veces de compañero de Raquel Welch, que vencía con su lanza a un alosauro y a una descomunal iguana, John Richardson murió a los ochenta y seis años de edad, víctima de la pandemia del Covid-19.  Paz a sus restos, y mi gratitud eterna por la fascinante película que le dio alas a mi imaginación infantil.

One Million Years B.C.

La película fue producida por los estudios Hammer, maestros en el arte de lograr un máximo de eficacia con recursos generalmente limitados.  El afiche de la película, con Raquel Welch en primer plano, vistiendo su minimalista atuendo de cavernícola, y su rubio cabello suelto, se ha convertido en un ícono de la cultura pop.  Es un elemento clave en la película The Shawshank Redemption (1994).   En su momento se vendió un millón y medio de ejemplares, y la revista Time lo ubica entre los diez mejores bikinis de la historia.  El film catapultó a la novata Raquel Welch al status de símbolo sexual en cuestión de semanas.  Moi, je veux bien.

Pero la película, que se pretende un remake del film de 1940 (El despertar del mundo, con el fortachón de Victor Mature, conocido como “cara de mártir” y “mueca eterna”), está plagada de circunstancias que hoy resultan completamente absurdas.  En primer lugar, los dinosaurios y los seres humanos jamás convivieron sobre el planeta.  Estos monstruosos reptiles no existieron un millón de años antes de Cristo, sino sesenta y seis millones de años: justa little, tiny miscalculationon the director´s part.  El homo sapiens sapiens tiene, a lo sumo, trescientos mil años de recorrer los caminos del planeta.  En segundo lugar, la apariencia de Raquel Welch, siendo todo lo espectacular que en efecto es, resulta risible.  Por una parte, tiene tan solo cuatro líneas de diálogo.  Por la otra, diríase recién salida de un salón de belleza: las cejas depiladas y perfectamente bien delineadas, el cabello profusamente acicalado, los labios pintados, la cara cubierta por una máscara destinada a eliminar la menor impureza facial: por poco pensaríamos que estamos frente a una concursante en bikini para algún certamen de belleza.

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Es la cavernícola menos plausible que sea dable concebir.  En tercer lugar, la película está viciada de racismo: mientras que los miembros del clan de Tumak tienen el pelo negro y enmarañado, la piel oscura, y son salvajes, iracundos y absolutamente primitivos, el clan de Loana está compuesto únicamente por rubios de ojos azules, y son infinitamente más evolucionados y menos belicosos que sus coetáneos.  Con ellos entramos en la civilización.  Los miembros de la tribu de Tumak, en cambio, nos devuelven a la barbarie y el furor territorial.  Así que la película ha terminado por ser involuntariamente divertida.  Una especie de cult movie.  La verdad, como bien dice Ray Harryhausen, “el film no fue hecho para profesores universitarios, a los que con toda seguridad no les interesaría este tipo de temas, sino para el buen público que busca un poco de sana diversión”.

Pero el hecho es que esta peliculita de bajo presupuesto e imborrables imágenes (el rojo cráter volcánico que burbujea al aparecer los créditos, con la ominosa música de Mario Nascimbene) tiene todo lo que un niño de cuatro años de edad, en 1966, necesitaba para ser feliz.  Guarda en mi corazón un lugar que solo a ella pertenece.A ojos de la crítica y del grand publique ha envejecido mal, lo sé.  Como una amada abuelita, puedo ver en su rostro las arrugas, los lunares, los dientes faltantes, las verrugas, las pilosidades seniles, pero eso en lo absoluto me hace quererla menos.

Un corazón de león

 

Un corazón de león

Un corazón de león

Jacques Sagot,

Gran pianista.  En 1988 lo oí tocar el Cuarto Concierto de Beethoven con la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por su amigo de mil batallas Irwin Hoffman.  Me refiero a Jerome Lowenthal.   Soberbio músico.  Por un momento pensé en no decir su nombre, porque guardando su anonimato lo convierto en símbolo por de lo más noble y universal del ser humano.  Pero la verdad sea dicha, el nombre es lo primero que el mundo no da, y es lo último que algún alma piadosa escribe sobre la piedra que arrullará nuestra muerte.  Así que opté por consignarlo.  Jerome Lowenthal, gran apóstol de Franz Liszt, de Chaicóvski, de Bartók, y notabilísimo pedagogo (por poquísimo no fui su alumno: la vida tiene esa manera oscura, críptica, de llevarnos en ciertas direcciones y alejarnos de otras).

Jerome Lowenthal • solo piano - Music Academy of the West
Jerome Lowenthal.

Interrupción de su carrera.  Su esposa se muere, después de prolongada, infame enfermedad.  Dos días a su lado, sosteniéndole la mano.  A todas horas, durante la noche, durante las visitas del doctor y de las enfermeras, durante los cada vez más espaciados momentos de conciencia, durante el sueño, durante la vigilia.  Se está extinguiendo.  Y él a su lado.  Muere en mitad de la alta noche.  Él tiene presentación al día siguiente: un concierto de Mozart.  Esa misma mañana: sepelio, soledad, desconcierto, duelo infinito del alma.

“Cancele, maestro: todo el mundo lo va a entender”.  “Cancele, maestro: algún alumno aventajado estará encantado de aprovechar la oportunidad para sustituirlo”.  “Cancele, maestro: usted no está en condiciones de salir al escenario: han sido dos noches de no dormir”.  “Cancele, maestro: no se exponga: usted debe ahora reposar”.  “Cancele, maestro: ahora lo único que importa es reponerse física y emocionalmente”.

No canceló.  Salió a escena y tocó el concierto de Mozart.  Y uno, dos, tres, quizás veinte encores.  Ahogar el dolor en el piano.  Dejar que la música hiciera lo que mejor sabe hacer: restañar las más profundas heridas del alma.  ¿La crítica?  No fue buena.  Y no podemos juzgar por ello al crítico: no es su misión examinar cuál es el estado psicológico del intérprete antes del concierto.  Que una nota falsa por aquí, que otra por allá.  Para un hombre que venía de sufrir una tragedia de tal magnitud, poca, muy poca cosa.  Gran ovación de un público conmovido.  Sin embargo, el piano, Mozart, la música, el crítico no perdonan.  Injusto oficio este, donde un cretino cualquiera que acaso no toque el kazoo puede hacerlo a uno trizas desde la invulnerabilidad de su columnilla periodística.

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Pero no es el crítico el que cuenta.  El gesto moral del pianista superaba con mucho su desempeño estético.  Un gigante.  La ética del artista llevada a su más sublime expresión.  No, no es el crítico el que cuenta, el que señala qué cosas salieron mal, qué cosas fueron un desacierto o -y no fue ciertamente su caso- un desastre.  El mérito pertenece al guerrero.  Al hacedor, no al juez.  Al hombre que cae en su campo de batalla.  A ese que se queda una y otra vez corto, el que, en el mejor de los casos, triunfa, y que cuando pierde, lo hace con la mirada fija en las estrellas.

El maestro Irwin Hoffman tuvo conciertos tanto el día en que murió su padre como el día en que murió su madre: no canceló ninguno de los dos.  Hecho enigmático: en ambos casos estaba programada la Cuarta Sinfonía de Bruckner.  ¡Grande, grande, grande Irwin: mi maestro, mi amigo, mi colega!

Al día siguiente de su concierto, Lowenthal tenía clase magistral con su grupo.  Entró al estudio sonriente, lleno de luz, y se sentó al piano.  Sus alumnos, espontáneamente, se pusieron de pie, como se recibe a un príncipe, a un héroe, a un gran hombre.

Creo en el heroísmo, en el amor por nuestro arte, ese que nos hace capaces de las más grandes gestas, de sacar insospechadas fuerzas internas justo cuando la tormenta arrecia.  Un gran músico, sí, perolo que es mucho más importante, un gran ser humano.  Jerome Lowenthal tiene hoy en día noventa y dos años de edad, y aún ofrece conciertos, si bien con agenda reducida.  ¡Salud, titán, y gracias infinitas por el ejemplo de estoicismo y profesionalismo que nos diste!  ¡El alma humana tiene su musculatura, y los espíritus señeros saben movilizarla con la presteza de los gladiadores de antaño!


 

 

Noche blanca

 

 


Noche blanca


Colette

No hay en nuestra casa más que un lecho, demasiado ancho para ti, un poco estrecho para nosotros dos. Es casto, blanco del todo, desnudo del todo; ningún cubrecama oculta, en pleno día, su honesto candor.

Los que vienen a vernos lo miran tranquilamente, y no vuelven los ojos con un aire cómplice, porque está marcado, en medio, por un solo valle, como el lecho de una muchacha que duerme sola.

Los que entran aquí no saben que cada noche el peso de nuestros cuerpos juntos ahonda un poco más, bajo su mortaja voluptuosa, ese valle no más amplio que una tumba:

¡Oh, nuestro lecho desnudo! Una lámpara deslumbrante, inclinada sobre él, lo desviste más todavía. No buscamos, en el crepúsculo, la sombra sabia, de un gris de araña, que filtra un dosel de encaje; ni la luz rosa de una lamparilla color de conchas marinas… Astro sin alba y sin ocaso, nuestro lecho no cesa de irradiar más que para hundirse en una noche profunda y aterciopelada.

Un halo de perfume lo nimba; respira fragancia, rígido y blanco como el cuerpo de una bienaventurada difunta. Es un perfume complicado que sorprende, que se respira con atención, con la preocupación de distinguir el alma rubia de tu tabaco preferido, el aroma más rubio de tu piel tan clara, y ese sándalo quemado que se exhala de mí; pero este agreste olor de hierbas aplastadas, ¿quién puede decir si es mío o tuyo?

¡Acógenos esta noche, oh nuestro lecho, y que tu fresco valle se ahonde un poco más bajo la somnolencia febril con que nos ha embriagado una jornada de primavera en los jardines y en los bosques!

Yazgo sin movimiento, la cabeza sobre tu dulce hombro. Voy a descender, seguramente hasta mañana, al fondo de un negro sueño, un sueño tan obstinado, tan cerrado, que las alas de los sueños vendrán en vano a golpearlo. Voy a dormir… Espera tan sólo que busque, para la planta de mis pies que hormiguea y arde, un sitio fresco del todo… Tú no te has movido. Respiras con largas aspiraciones, pero siento tu hombro todavía despierto, atento a ahuecarse bajo mi mejilla… Durmamos… Las noches de mayo son tan cortas… A pesar de la oscuridad azul que nos baña, mis párpados están todavía llenos de sol, de llamas rosas, de sombras que se mueven, balanceadas, y contemplo mi jornada con los ojos cerrados, como se inclina una detrás del abrigo de una persiana, sobre un jardín de verano deslumbrante.

¡Cómo palpita mi corazón! Oigo también el tuyo bajo mi oreja. ¿No duermes tú? ¿No duermes? Levanto un poco la cabeza, adivino la palidez de tu rostro caído hacia atrás, la sombra salvaje de tus cortos cabellos. Tus rodillas son frescas como dos naranjas… Vuélvete hacia mi lado, para que las mías les roben ese liso frescor.

¡Ah! ¡Durmamos…! Mil hormigas corren mil veces, con mi sangre, bajo mi piel. Los músculos de mis tobillos palpitan, mis orejas tiemblan, y nuestro dulce lecho, ¿está sembrado de agujas de pino, esta noche? ¡Durmamos! ¡Lo quiero!

No puedo dormir. Mi insomnio feliz palpita, alegre, y adivino, con tu inmovilidad, el mismo abatimiento tembloroso… Tú no te mueves. Tú esperas que yo me duerma. Tu brazo se aprieta, a veces, en torno de mí por tierna costumbre, y tus pies encantadores se entrelazan con los míos… El sueño se acerca, me roza y huye… ¡Lo veo! Es semejante a esa mariposa de pesado terciopelo que yo perseguía en el jardín inflamado de iris… ¿Recuerdas? ¡Qué luz, qué impaciente juventud exaltaba toda aquella jornada…! Una brisa ácida y apresurada lanzaba sobre el sol una humareda de nubes rápidas, ajaba al paso las hojas demasiado tiernas de los tilos, y las flores del nogal caían convertidas en orugas enrojecidas sobre nuestros cabellos, con las flores de las paulonias, de un morado lluvioso de cielo parisiense… Los brotes de las grosellas que tú magullabas, la acedera salvaje en forma de rosa en medio del césped, la menta tierna del todo, todavía morena, la salvia vellosa como una oreja de liebre, todo desbordaba un jugo fuerte y pimentado, del que mezclaba en mis labios el gusto de alcohol y de taronjil. Yo no sabía más que reír y gritar, pisoteando la larga hierba jugosa que manchaba mi vestido… Tu alegría tranquila velaba sobre mi locura, y cuando he tendido la mano para alcanzar aquellos agavanzos, ¿sabes? de un rosa tan conmovedor, la tuya ha roto la rama antes que yo, y has quitado, una por una, las espinitas curvadas, color de coral con forma de garras… Me has dado las flores desarmadas…

Me has dado flores desarmadas. Me has dado, para que descanse jadeante, el mejor sitio a la sombra, bajo el árbol de lilas de Persia con racimos maduros. Has recogido para mí las anchas azulinas de las canastillas, flores encantadas cuyo corazón velloso emana olor a albérchigo… Me has dado la nata del botecito de leche, en la hora de la merienda; cuando mi hambre feroz te hacía sonreír… Me has dado el más dorado pan, y veo todavía tu mano transparente al sol, alzada para arrojar la avispa que se ahogaba, cogida en los rizos de mis cabellos… Has colocado sobre mis espaldas una ligera capa cuando una nube más larga ha pasado lentamente, hacia el fin del día, y he temblado toda sudorosa, ebria del todo, de un placer sin nombre entre los hombres, el placer ingenuo de los animales, felices en la primavera… Me has dicho: «Vuelve… Párate… Regresemos.» Me has dicho…

¡Ah! Si pienso en ti se acabó mi descanso. ¿Qué hora acaba de sonar? He aquí que las ventanas azulean. Oigo palpitar mi sangre, o tal vez es el murmullo de los jardines, allá lejos… ¿Duermes? No. Si acercara mi mejilla a la tuya sentiría temblar tus cejas como el ala de una mosca cautiva… Tú no duermes. Espías mi fiebre. Me guareces contra los malos sueños; piensas en mí como pienso en ti, y fingimos, por un extraño pudor sentimental, un apacible sueño. Mi cuerpo entero se abandona distendido, y mi nuca pesa sobre tu dulce espalda pero nuestros pensamientos se aman, discretamente, a través de esta alba azul, tan presta a crecer.

Pronto la barra luminosa, entre las cortinas, va a avivarse, a tornarse rosa… Unos cuantos minutos más, y podré leer en tu hermosa frente, en tu mentón delicado, en tu boca triste y tus párpados cerrados, la voluntad de aparecer dormido… Es la hora en que mi cansancio, mi insomnio enervador no podrán ya callarse, en que sacaré los brazos fuera de este lecho febril y mis talones malvados preparan ya su andar astuto…

Entonces, fingirás que te despiertas. Entonces podré refugiarme en ti, con confusas quejas injustas, con suspiros exagerados, con crispaciones que maldecirán el día llegado ya, la noche tan tarde en terminar, el ruido de la calle… Porque sé que entonces apretarás tu abrazo, y que, si el acunamiento de tus brazos no es suficiente para calmarme, tu beso se hará más tenaz, tus manos más amorosas, y que me concederás la voluptuosidad como un socorro, como el exorcismo soberano que expulsa de mí a los demonios de la fiebre, de la ira, de la inquietud… Me darás la voluptuosidad, inclinado sobre mí, los ojos llenos de una ansiedad maternal, tú que buscas, a través de tu amiga apasionada, el hijo que no has tenido…