Placeres cinematográficos culpables
Jacques Sagot, pianista y escritor.
Corría el año de 1966, y tenía yo cuatro veranos. Una tarde (me parece que fue un sábado) me lleva mi mamá al ya hoy extinto Cine Rex, diagonal a la Catedral Metropolitana, y al frente de la esquina sudeste del Parque Central. La película se llamaba Un millón de años antes de Cristo, y era un verdadero festival para los amantes de los dinosaurios (en Navidad, San Nicolás siempre me traía montones de libros de estos monstruos, muy bellamente ilustrados.
Ya a la sazón era yo un especialista en esta área del conocimiento, y pretendía que cuando fuera grande sería paleontólogo. En efecto, sabía yo identificar cada especie, determinar su tamaño, sabía si eran herbívoros o carnívoros, y en qué partes del planeta habían vivido).
La película me dejó un estado de sobreexcitación que a duras penas puedo describir. Al ver las columnas de la Catedral Metropolitana me decía: “el Tiranosuaro rex medía seis metros de alto: debía ser como esos enormes pilares” -es una imagen y una relación que recuerdo muy bien-. Para mí la película fue un delirio. Mi saurofilia alcanzó niveles de verdadera exaltación. Era la mejor película de dinosaurios que en mi vida había visto, y lo seguiría siendo hasta que vino Steven Spielberg con sus monstruitos digitalizados en Jurassic Park, de 1993. Pero pese a la digitalización, había algo muy hermoso en los efectos especiales de ese mago de la imagen animada que fue Ray Harryhausen. Su método de fotografiar a los dinosaurios según la técnica del stop and motion tiene una belleza algo rústica que sigue pareciéndome más atractiva que los efectos generados por computadora, por convincentes y realistas que sean. Lo que mucha gente no comprende es que algunas personas no vamos al cine a buscar “convincentes y realistas” imágenes, en particular los niños. Antes bien, disfrutamos con el cine que se muestra a sí mismo como cine, y no oculta por completo su tramoya y sus andamiajes.
Por supuesto, le pedí a mi papá que me llevara a ver la película nuevamente. Fue conmigo y a todas luces la pasó muy bien. Pero lo sorprendente de todo aquello fue que él mismo se ofreció a llevarme una tercera vez, para el asombro de mi mamá. Algunos días después, lo sorprendí hablando por teléfono con un amigo, diciéndole que había que ver a toda costa esa película, que salía Raquel Welch más bella que nunca, que se le veían los pechos pródigos a través de su pequeño escote de cavernícola, y que lo mismo sucedía con sus piernas y nalgas. Y fue así como me beneficié de la fijación paterna con Raquel Welch para ver la película un par de veces más. La veo hoy en día, y comprendo el entusiasmo paterno. La escena en que Raquel sale de una poza con su bikini de piel de mamut, de ciervo (o de algún otro animal peludo), con el escote bajo y sus blancos muslos por los que se desliza el agua (un gesto a lo Ursula Andress) es uno de los grandes momentos de la historia del cine erótico.
He disfrutado de la película en la televisión varias veces desde entonces (aunque creo que es el tipo de producción al que la pantalla pequeña perjudica). Tiene, en efecto, toda la magia de Ray Harryhausen, magnífica música, momentos de genuino terror (cuando el hombre, escondido en lo alto de un árbol, en la cueva donde vivían unos extraños homínidos, los ve venir hacia el estanque a beber, y retirarse luego lentos, negros, ominosos). Raquel Welch, en el papel de Loana, cumple con ser, en efecto, eminentemente deseable, y su compañero, John Richardson, interpreta a la perfección su rol de Tumak, un cavernícola expulsado de su propio clan. Como siempre, un terremoto y erupción volcánica vuelven a sembrar la paz entre los clanes en disputa. Sigo pensando que los efectos especiales usados en esta atronadora secuencia son top-notch. Me vengo de enterar, con más tristeza de lo que podría suponerse, de que el actor que hacía las veces de compañero de Raquel Welch, que vencía con su lanza a un alosauro y a una descomunal iguana, John Richardson murió a los ochenta y seis años de edad, víctima de la pandemia del Covid-19. Paz a sus restos, y mi gratitud eterna por la fascinante película que le dio alas a mi imaginación infantil.
La película fue producida por los estudios Hammer, maestros en el arte de lograr un máximo de eficacia con recursos generalmente limitados. El afiche de la película, con Raquel Welch en primer plano, vistiendo su minimalista atuendo de cavernícola, y su rubio cabello suelto, se ha convertido en un ícono de la cultura pop. Es un elemento clave en la película The Shawshank Redemption (1994). En su momento se vendió un millón y medio de ejemplares, y la revista Time lo ubica entre los diez mejores bikinis de la historia. El film catapultó a la novata Raquel Welch al status de símbolo sexual en cuestión de semanas. Moi, je veux bien.
Pero la película, que se pretende un remake del film de 1940 (El despertar del mundo, con el fortachón de Victor Mature, conocido como “cara de mártir” y “mueca eterna”), está plagada de circunstancias que hoy resultan completamente absurdas. En primer lugar, los dinosaurios y los seres humanos jamás convivieron sobre el planeta. Estos monstruosos reptiles no existieron un millón de años antes de Cristo, sino sesenta y seis millones de años: justa little, tiny miscalculationon the director´s part. El homo sapiens sapiens tiene, a lo sumo, trescientos mil años de recorrer los caminos del planeta. En segundo lugar, la apariencia de Raquel Welch, siendo todo lo espectacular que en efecto es, resulta risible. Por una parte, tiene tan solo cuatro líneas de diálogo. Por la otra, diríase recién salida de un salón de belleza: las cejas depiladas y perfectamente bien delineadas, el cabello profusamente acicalado, los labios pintados, la cara cubierta por una máscara destinada a eliminar la menor impureza facial: por poco pensaríamos que estamos frente a una concursante en bikini para algún certamen de belleza.
Es la cavernícola menos plausible que sea dable concebir. En tercer lugar, la película está viciada de racismo: mientras que los miembros del clan de Tumak tienen el pelo negro y enmarañado, la piel oscura, y son salvajes, iracundos y absolutamente primitivos, el clan de Loana está compuesto únicamente por rubios de ojos azules, y son infinitamente más evolucionados y menos belicosos que sus coetáneos. Con ellos entramos en la civilización. Los miembros de la tribu de Tumak, en cambio, nos devuelven a la barbarie y el furor territorial. Así que la película ha terminado por ser involuntariamente divertida. Una especie de cult movie. La verdad, como bien dice Ray Harryhausen, “el film no fue hecho para profesores universitarios, a los que con toda seguridad no les interesaría este tipo de temas, sino para el buen público que busca un poco de sana diversión”.
Pero el hecho es que esta peliculita de bajo presupuesto e imborrables imágenes (el rojo cráter volcánico que burbujea al aparecer los créditos, con la ominosa música de Mario Nascimbene) tiene todo lo que un niño de cuatro años de edad, en 1966, necesitaba para ser feliz. Guarda en mi corazón un lugar que solo a ella pertenece.A ojos de la crítica y del grand publique ha envejecido mal, lo sé. Como una amada abuelita, puedo ver en su rostro las arrugas, los lunares, los dientes faltantes, las verrugas, las pilosidades seniles, pero eso en lo absoluto me hace quererla menos.
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