Celebrado por los enemigos, repudiado por los amigos
Jacques Sagot.
Jesse Owens fue el incuestionable rey de los juegos olímpicos de Berlín 1936. Las olimpíadas nazis, sí, esas en las cuales Hitler quería probar a toda costa la superioridad atlética de la raza aria. Demostrar que el hombre era, como sostenía Nietzsche, no más que una criatura transitiva, en proceso de evolución hacia el Übermensch (el “Superhombre” de Nietzsche). “Deutschland, Deutschland, Über Alles”: “Alemania, Alemania, sobre todos los demás”. ¿Quién puede vivir en un país oyendo semejante himno tres o cuatro veces al día sin terminar creyéndoselo? Si yo comienzo hoy a repetirme diez veces cada hora: “soy Napoleón Bonaparte”, a buen seguro terminaré por tragarme mi propio cuento. Y es así como nacen todos lo supremacismos de que el mundo tiene memoria.
Hitler jamás previó que un negro de Oakville, Alabama, sin experiencia olímpica alguna, y con solo veintidós años de edad, iba a hacer trizas su delirio racial. Nadie sabía siquiera (y la mayoría de la gente sigue sin saber) el verdadero nombre de este titán: James Cleveland Owens. Pero él usaba sus iniciales: J. C., lo que hizo suponer a muchos que se llamaba “Jesse”. En efecto, J. C. es parónimo de “Jesse”. Era un muchacho de campo, nacido el 12 de setiembre de 1913, humilde, segregado racialmente, nieto de un esclavo de las plantaciones del sur de Estados Unidos, el menor de una familia de diez hermanos, con padres ineducados y todavía estigmatizados por los horrores de la esclavitud.
En 1935 participó en una justa celebrada en Ann Arbor, Michigan, y en cuestión de media hora rompió tres récords mundiales e igualó un cuarto, en las que eran sus especialidades: los sprints y los saltos de distancia. Esta proeza no ha sido jamás igualada. Su gesta fue llamada “los más impresionantes treinta minutos en la historia del deporte”.
A punto estuvo de no poder integrar la comitiva estadounidense para los juegos de 1936. Por fortuna lo logró in extremis. Su performance se cuenta entre las más espectaculares de la historia de los modernos juegos olímpicos. Arrasó con cuatro medallas de oro: en los cien metros, en los doscientos metros, en los cuatrocientos metros con relevos, y en el salto en longitud.
Era una pantera. Hitler tuvo que tragarse el espectáculo de ver a aquel negro doblegar a sus übermenschen arios (en realidad estos se portaron noblemente con Owens: fueron solidarios y uno de ellos lo asesoró en cómo ganar una de las pruebas). Las versiones difieren en lo atinente a Hitler.
Nadie sabe con certeza si le estrechó o no la mano después de sus victorias. Por lo menos en una ocasión, antes de la primera prueba, Owens pasó cerca de su palco, y sabemos que el Führer lo saludó con deferencia y admiración. También sabemos que después de las cuatro victorias de Owens, dijo que “los negros son una raza primitiva, más animal que humana, con una corpulencia superior, producto de su necesidad de subsistencia en la selva, y que por lo tanto no deberían competir con los blancos: cualquiera que tenga que correr en media planicie para evitar que se lo coma un león desarrollará capacidades atléticas que no deben ser comparadas con las de los habitantes de países civilizados”. Bueno, ese fue el diagnóstico de nuestro filantrópico, nobilísimo, jovial, ecuménico, misericordioso y simpatiquísimo Adolf Hitler.
Pero es importante subrayar un hecho básico: el Führer lo trató con dignidad y respeto. Y el público alemán presente en la competencia lo adoró, lo ovacionó, lo vitoreó mucho más que a los atletas arios. Y es que, por enajenado que esté un pueblo, siempre apreciará y agradecerá al gran deportista -como al gran artista- que sabe tocar su corazón, aquel en el que reconoce virtudes superlativas, el que a todas luces están dejando su alma en cada prueba a la que se somete. Sí: Jesse Owens fue el niño mimado de la afición alemana, durante las olimpíadas Berlín 1936.
¡Ah, sangrantes ironías de la historia! Owens no fue recibido en la Casa Blanca por el presidentillo de turno, Franklin Delano Roosevelt. Peor aún: no recibió siquiera un telegrama o una llamada congratulatoria de su parte. ¿Un negro en la Casa Blanca? ¡Hubiera sido titular en todos los infectos tabloides de la época! El mandatario Roosevelt se portó como un cerdo, no hay nada más qué decir al respecto. Un malagradecido y en suma, un malnacido.
Solo la negritud celebró a Owens con inmenso entusiasmo y lo ungió héroe de la patria y figura épica, a su limitada manera (no podían hacer manifestaciones de apoyo o celebrar bienvenidas ni festejos colectivos en honor de un negro: se consideraba una forma de agitación social, y era castigada con pena de cárcel o de muerte).
Owens, el hombre que tanto le dio a su país, debió seguir viajando en la parte posterior de los buses, a prudente distancia de los pasajeros blancos, e instalarse estrictamente dentro de los linderos de los guetos negros. Sus hijas tuvieron que estudiar en escuelas y colegios para negros. Sufrió la segregación con igual crueldad que cualquier miembro de la negritud estadounidense. No tenía acceso a la mayoría de los restaurantes o cafés. Solo podía hacerse atender en ínfimos y ruinosos hospitales reservados para los negros. Había farmacias, peluquerías, oficinas de correos, bancos, lavanderías, hospitales, bufetes de médicos y abogados, compañías de seguros, agencias de empleos, tiendas de ropa, cines, teatros, bibliotecas, librerías y edificios gubenamentales a los que, rigurosamente, no podía entrar. Era así de simple y de brutal. Desprecios que jamás, ni remotamente, padeció en la Alemania nazi.
No era aceptado en ningún club exclusivo de blancos. Al tocar este punto, me permito abrir un paréntesis para hablar de mí mismo. La exclusión de los negros sigue sucediendo al día de hoy: el River Oaks Club de Houston -donde toqué un recital sin tener conocimiento de las infames leyes que lo regían- le niega la membresía a todo ciudadano negro o hispánico.
Después de enterarme de esta disposición, sentí la irreprimible necesidad de ducharme, de arrancar de mi piel hasta la última molécula de aire que se hubiese adherido a mi cuerpo durante mi presentación. Me dieron náuseas, me enfermé, juro por mis manos que execré lo que había hecho, execré el no haberme informado del reglamento del club… pero es que, amigos: ¿cómo se me iba a ocurrir a mí que en los Estados Unidos de Norteamérica existiese todavía un club social, a las alturas del año 2005, que le vedaba el ingreso a los negros? Devolví mis honorarios acompañados de una carta muy ácida, muy vitriólica, que por poco puso en problemas mi estadía en el país (todos los miembros del malhadado club eran bigshots y magnates petroleros, comenzando por la familia Bush).
Seguí en Houston únicamente gracias al apoyo incondicional que me dio Rice University, donde yo era estudiante y profesor. Esta es una maravillosa institución liberal, progresista, ecuménica, multicultural y multiétnica, donde el racismo, la xenofobia y cualquier forma de exclusión social son castigados con tremenda severidad. De hecho, tiene programas de estudios cuyo único propósito es lograr la integración de las minorías y la recíproca fecundación de las culturas. Es un verdadero templo donde se honran los más altos valores humanos. Me siento indeciblemente orgulloso de haber obtenido en ella dos doctorados: uno en Artes Musicales, el otro en Estudios Culturales Franceses. Recorrí los senderos de su bello campus durante dieciséis años.
El status de héroe olímpico no le ganó a Owens la simpatía o gratitud de las grandes figuras políticas de la época, ni de los blancos supremacistas, de los abominablemente llamados “WASPS”: “White anglo-saxon protestants”. Cuando se le organizó un homenaje en el suntuoso hotel Waldorf Astoria de Nueva York, le prohibieron tomar el ascensor de la puerta de entrada, y tuvo que abordar el elevador posterior, por el que subían la comida, las legumbres, el licor, las reses destazadas, en la parte escondida del edificio.
Owens siempre se sintió mejor en Alemania que en los Estados Unidos de Norteamérica: es un sentir que expresó muchas veces. El presidente Jimmy Carter, intentó reparar un poco tal atrocidad durante los últimos años de la vida de Owens, con alguna medallita o pergamino lleno de timbres y frondosas firmas… flaca, muy flaca indemnización para una vida entera de discriminación y marginalidad.
Owens infundió belleza y un particular espíritu de heroísmo y rebeldía a su deporte. Al correr, sus zancadas superaban a las del guepardo: era mayestático, vertiginoso, le imprimía a su carrera una intensidad sobrehumana, larger than life. Era, sin duda, el bípedo más raudo del planeta. Livianito, fibra y músculo puro, elástico y maleable al punto de que daba la impresión de que podría quebrarse en cualquier momento. Daba “saltos jabonados de delfín” (García Lorca: “Muerte de Antoñito el Camborio”): era casi un ave, una criatura aérea, un ser liberado de la ley de gravedad. Sus proezas atléticas eran todo un manifiesto, una proclama, un himno a la libertad, un clamor a favor de los derechos civiles de la negritud.
Owens realizó este prodigio: imprimirle a su deporte un contenido ético, moral, antropológico, sociológico y aun filosófico. Las suyas eran mucho más que meras gestas atléticas. Su cuerpo hablaba por él: cada zancada, cada salto tenía un significado puntual: la reivindicación de su excelencia como ser humano y como negro.
Y bueno, ahí tienen ustedes: el régimen nazi, el más abyecto y racista que el mundo ha conocido, valoró infinitamente más a este colosal atleta negro que “America the beautiful”. Indiscutiblemente, un verdadero dije para cualquier antología de la imbecilidad y la perversidad humanas.
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