El deportista y el artista: puntos de contacto
Jacques Sagot
El futbolista –cualquier deportista– es, en esencia, un performer. El jugador que sale al terreno de juego ante 100 000 espectadores, el artista que presenta su trabajo para un auditorio con capacidad para 1000 personas, u ofrece su libro a un número indeterminado de lectores (millones, quizás), comparten muchas cosas. El fútbol, no siendo un arte, tiene componentes que lo emparentan al show business, más concretamente, a las artes escénicas (música, teatro, danza, artes circenses). En todos estos casos, el individuo se propone ante un público que se ha congregado para verlo jugar.
Resulta inmensamente significativo que en francés, portugués, inglés y alemán, se hable de jouer, jogar, toplay o spielen–es decir, jugar– para lo que en español llamamos, chatamente, “tocar” un instrumento musical. En el caso de las artes dramáticas, un actor joue, plays o spielt el papel de Hamlet, por ejemplo. La dimensión lúdica del arte queda con ello bien establecida: el piano es algo que “sejoue” –“se juega”– como se juega un deporte.
Las artes escénicas y el deporte podrán ser juegos tremendamente serios, pero son juegos al fin. Factores como el pánico escénico pueden ser determinantes en un futbolista como en un músico. Yo soy pianista. Entrar a escena nunca ha sido para mí un acto trivial. Mágico, crispante, aterrador, paralizante, estimulante, épico, glorioso, la peor de las pesadillas… De todas esas formas lo he vivido.
El público espera del músico, como del futbolista, varias facultades comunes.
Uno: crear un diálogo más o menos íntimo o directo con su público.
Dos: seducir.
Tres: mostrar competencia, solvencia en una serie de destrezas específicas.
Cuatro: eso que llamamos virtuosismo.
Cinco: darlo todo en la faena, no administrar avaramente sus recursos: cuanto no sea entrega absoluta será castigado.
Seis: la valoración positiva de la crítica.
Siete: inspiración, creatividad, capacidad de improvisación: en la mitología lorquiana, “musa”, “ángel” o “duende”. Bastará con que uno de estos tres componentes no concurra a la cita, y la performance será menos que ideal.
Ocho: la capacidad para resolver in situ y sobre la marcha una serie de imprevistos e inexactitudes, de condiciones potencialmente adversas.
Nueve: no derrumbarse tras un error, no permitir que un gazapo lance al músico – futbolista en una espiral de pánico. Que la bolita de nieve no engendre una avalancha.
Diez: cumplir, cualquiera que sea la circunstancia vital que atraviese. La gente paga un tiquete por ir a disfrutar con la música o vibrar con un buen partido de fútbol: si al pianista o futbolista se le murió la mamá el día anterior o padece ese día de jaqueca, es cosa que al público le tendrá perfectamente sin cuidado: the show must go on.
Once: contra el futbolista conspirará el equipo rival: cada adversario hará todo lo lícitamente posible –e incluso a veces lo ilícito– para deshacer lo que el jugador proponga en el terreno. Es lo propio de toda actividad competitiva. El futbolista no solo debe vencer sus propios nervios, los demonios del autoboicot, su propia sombra (un enemigo endógeno, un fantasma que nos habita a todos), sino sus rivales efectivos, físicos, objetivos, exógenos, que están ahí para obstruir su trabajo de construcción. El músico debe también autovencerse, disciplinar los endriagos que, desde el fondo de su ser, pueden inducirlo a derrotarse a sí mismo. Conozco muchos músicos talentosos que jamás lograron vencer su propia sombra. Estos no tuvieron a un “marcador” objetivo y externo procurando “anular” cada una de sus “jugadas”, pero debieron confrontar una serie de imponderables: mal estado del piano, mala acústica del salón, público o colegas aviesos, deficiente iluminación, un estornudo o acceso de tos que genera un momento de desconcentración, un director y orquesta que no colaboran con él… y todo ello en mitad de la delicadísima faena consistente en producir belleza… Cada uno de sus movimientos debe ser considerado una “jugada de altísima precisión”: no hay lugar para los reventones, o el tratamiento menos que esmeradísimo, amoroso, del “balón”.
Doce: el músico, como el futbolista, establecerá un vínculo inmediato, eléctrico, presencial, con su público. La labor de un escritor o de un actor en la pantalla es diferente: el artista no está presente, cuando su lector o su espectador lo honra con su atención. El contacto no es inmediato, táctil, sensorial, erótico (sea la palabra usada en su más laxo sentido).
Trece: en el fútbol, como en la música en vivo, no existe la posibilidad de una “taketwo”, tal el caso del estudio de grabación. Lo que se pifió es irremediable, irreversible. No queda más remedio que seguir adelante, y evitar que el tropiezo –error aislado– genere, como decíamos, una bola de nieve, pronto una avalancha.
Catorce: el pianista y el futbolista están desnudos, expuestos: una vez en el escenario o en la cancha, valdrán únicamente lo que valgan sus manos o sus piernas: ambos quedan librados a su talento… o falta de él.
Quince: el público expresará su sentir. De manera violenta en el caso del futbolista (insultos, abucheos), de forma mucho más urbana en una sala de conciertos (aplauso de cortesía, un succèsd´estime… Y aun tendría que decir que he visto a grandes músicos salir silbados, ante públicos particularmente exigentes).
Dieciséis: ambos comunican, expresan, en sus respectivos lenguajes. Ya tendremos ocasión de desarrollar este punto más adelante.
Diecisiete: pianista y futbolista serán retroalimentados por su público, sabrán “sentirlo”, “llevar su pulso”. De manera por poco diría paranormal, ambos sabrán lo que en él suscitan. Percibirán, con indecible angustia, cuando están perdiendo a su auditorio, a su fanaticada, o cuando se los han “echado a la bolsa”.
Dieciocho: ambos se convertirán, en el mejor de los casos, en eso que conocemos como “figuras públicas”, serán potencialmente “vedetizables”… Rasgo que Sábato, quien sentía horror por la noción de “figura pública”, hubiera deplorado. Comparto su aversión: devenir “figura pública” significa ser manoseado, insultado, sobajeado, mal leído, juzgado, calumniado, generar envidia y maledicencia, estar en la boca de cualquier miserable… Quienes sueñan con tal cosa ignoran lo que en realidad significa ser residente de este paraíso de mentirillas.
Diecinueve: el fútbol, como la música, presupone una aptitud natural. Zidane decía: “la técnica se puede mejorar, pero no aprender. Es algo que se lleva dentro”. Fascinante observación: ¿cómo podría mejorarse algo que, para empezar, no se puede aprender? El aserto podría pasar por paradójico. Pero no lo es. Tan estéril será esperar éxito de un futbolista o músico natos que no perfeccionen sus destrezas de manera disciplinada, como pretender que una persona privada por natura de talento futbolístico o musical se convierta, mediante paciente método, en Pelé o Mozart. Hay, después de todo, un “factor X” cuya ausencia será experimentada como fatalidad (de fatum: destino). Se tiene, o no se tiene. Toda la transpiración del mundo no suplirá esa inspiración que se manifiesta como la “Gracia” de que hablaban los filósofos jansenistas de Port-Royal: un don, una excelencia, una sensibilidad, una aptitud ingénita y –precisamente– gratuita.
Entendámonos: alzar la copa mundial de la FIFA no será nunca un hecho gratuito: podemos estar seguros de que todo futbolista que lo logre habrá pagado un onerosísimo precio vital por ello. Pero el talento que le permitió, en primer lugar, aspirar a tal gloria, habrá sido gratuidad pura. Esa “técnica perfeccionada pero no aprendida” (Zidane) es la materia prima que posibilita cualquier trabajo de pulimento. Rivelino se suma al sentir de Zidane: “Me irrita la gente que cree que un futbolista aprende a disparar desde fuera del área como yo por el mero hecho de entrenar. Yo nunca practiqué afanosamente mis cañonazos de 25 metros de distancia. Era un don natural, algo que siempre supe hacer, una cosa innata, un regalo de Dios”. Sin duda, Rivelino no demerita con esta observación el valor del entrenamiento y de la destreza adquirida (su famoso “elástico” fue aprendido, ensayado y perfeccionado: había tomado por modelo a Sérgio Echigo, un compañero de equipo), pero sostiene que existen condiciones innatas, fenómenos de sobredotación, que no se pueden adquirir o imitar. Su zurda era tan privilegiada como el gancho de izquierda de Joe Frazier: no hay nada que nadie pueda hacer al respecto. Tampoco Rivelino hubiera jamás desarrollado la técnica de cabeceo de un Iván Zamorano, así hubiese practicado doce horas al día tal destreza. Fuere como fuere, si señalo aquí las similitudes entre el artista y el deportista, ello es justamente para que quede claro, contrario sensu, y de manera implícita, que arte y deporte son actividades radicalmente diferentes. No habría necesidad de establecer paralelismo alguno si fuesen la misma cosa: serían, simplemente, indiscernibles.
Amén de la adquisición de destrezas técnicas específicas y de la necesidad de mantener en estado de perfecta lubricación su maquinaria (las pirouettes, pas de chat, emboités, frappés, fouettésdel bailarín, las escalas, trinos y arpegios del pianista, la forma física y habilidades del futbolista, con la disciplina inquebrantable que esto supone), hay un componente esencial que hermana a los tres profesionales. Es la capacidad de improvisación. Esta se verá determinada por su posición, por el técnico y el esquema que se le imponga. Hay jugadores a los que se les confiere libertad virtualmente ilimitada para improvisar, para desplazarse por todo el terreno (el caso de los líberos, de los volantes creativos o de los volantes de enganche o números diez). Otros deben acatar un libreto más rígidamente pautado. Veamos el gol de Maradona contra Inglaterra, en el partido de cuartos de final del Mundial México 1986. ¿Cuál de los dos? Pues el único. El otro (“la mano de Dios”) fue un pillaje futbolístico. Lo primero que cabe decir de la jugada –a buen seguro, la acción individual más espectacular de la historia de los campeonatos mundiales– es que es un solo, una cadenza de virtuosismo, un pasaje de bravura, un aria de coloratura: no es música de cámara, no hay diálogo con los compañeros: es la apoteosis, el paradigma de la acción individual. Es la proeza de un solista, un futbolista que hace, por espacio de algunos segundos, las veces de un equipo entero. No elude a 6 rivales, sino a 5. Ello en nada disminuye la magnitud de su tour de force.
En el momento de la recepción misma del balón, y girando sobre su propio eje, se deshace de dos marcadores. Luego dribla a dos defensas y al portero Shilton, en todos los casos mediante regates de su pierna privilegiada: la zurda. Ahora bien: ¿creen ustedes que esta larga, elaborada maniobra, que representa un sprint de 50 metros, fue planeada desde el momento mismo en que Maradona recibe el balón? ¿Lo conciben ustedes, visualizando, ipso facto, en una sola operación intelectiva, la totalidad de la jugada, para pasar luego a ejecutarla según el diseño mental que de ella había trazado? Harto improbable. Maradona improvisó. Su jugada es un portento en el que se conjugan dos factores: virtuosismo y volición (determinación, coraje, willfulness). Está claro que fue resolviendo los obstáculos tales cuales se le fueron presentando. Por su espontaneidad y asertividad –amén de la perfección de su factura formal– el gesto es, por lo menos, tan artístico como deportivo. Sí, Maradona improvisó. Pero recordemos algo crucial: quien improvisa no lo hace nunca ex-nihilo. Se libera de la partitura, es cierto, pero no crea “de la nada”. Toda improvisación consiste en el reciclamiento, combinación, y diversas variantes de un repertorio de recursos resguardados en una especie de banco intelectual. El material está ya ahí. Las fórmulas, los estilemas, los rasgos, los arabescos, el arsenal pre-existe al acto de la improvisación. Esta consiste en convocarlos, y usarlos de manera más o menos libre.
Nadie puede improvisar si no tiene recursos para hacerlo. Menester es de un réservoir de destrezas adquiridas. La forma en que el artista las emplee, varíe y permute es, justamente, eso que llamamos improvisación. Libertad, sí, pero desde una plataforma de recursos perfectamente bien establecida. En otras palabras, sin técnica no hay improvisación, no hay inspiración, no hay eficacia, no hay absolutamente nada. Como decía el gran poeta Paul Valéry: “Yo creo profundamente en la inspiración: suele llegarme después de ocho horas de arduo trabajo frente al escritorio”.
Muy interesante punto de vista
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