lunes, 25 de noviembre de 2019

El escritor y la bicicleta - comentario Bernabé Berrocal




 


Prólogo 
El escritor y la bicicleta

Hace poco me encontré con una hermosa fotografía colgada en la cuenta de Instagram de mi amiga fotógrafa Sofía Achío. En ella se mira de espaldas a un descamisado niño jugando con la arena, sentado frente a la inmensidad del océano. La imagen fue captada a la hora en que probablemente decenas de niños como aquel, jugaban descamisados frente al mar de Cahuita, y es muy posible que cada tarde en esa o cualquier otra playa la estampa se repita, siendo, como decía Saramago, que en la vida hay más protagonistas que historias.

Así, no faltará quien catalogue aquella imagen como “lugar común”, pero para quienes se percaten de que el título de la fotografía es Pablo Morfo y estén familiarizados con la literatura de Faustino Desinach, se sorprenderán al imaginar a ese personaje ─alrededor del cual el autor ha desarrollado buena parte de su obra─ en tal estado de ternura e inocencia, distante aún de las sombrías peripecias y el dolor que el destino le tiene deparado.

Faustino Desinach ha logrado lo que es mérito de pocos escritores: generar un único contexto imaginario que funcione para diferentes libros. Sus personajes deambulan de una novela a otra. Es lo que algunos llaman el “universo propio” del escritor, que le permite ahondar en la psique y las circunstancias de sus personajes en cada obra, además de hilvanar sus relatos casi como fiel descripción de la realidad nacional, veta frecuente de las historias de Desinach, desplegando la ciudad de San José como telón de fondo. No la idealiza, la muestra tal cual es. Y en esa sórdida mirada logra que San José enseñe al lector su sonrisa sin dientes, la de quienes pernoctan cada noche en los alrededores del Mercado Borbón o palian su soledad bailando delirantes en las afueras de las cantinas de Calle 12. Al fin y al cabo la tribulación que ellos exhiben sin pudor es la misma que esconden los de la otra Costa Rica, los habitantes del mito del país más feliz del mundo, nombrado Vesania por el autor en algunos de sus textos, término que significa demencia y locura y una manera de destacar la delgada línea entre realidad y ficción.

La literatura de Desinach se ha sustentado en un ejercicio de exploración de la psique costarricense, a partir de la reconstrucción del origen de su miseria. Su obra en suma, está llena de ejemplos de la forma en que germina, se afianza y corrompe el poder económico y político, para luego enfocarse en el proceso de segregación de quienes, fuera de la esfera dominante y habiendo aceptado la privación de la bonanza a manos llenas prometida por el sistema económico, ya no niegan la animalidad latente bajo su condición de ciudadanos y se dedican a sobrevivir.
Son estos los inadaptados que, por El Boulevard de los Infieles, arteria del corazón capitalino donde a diario conviven millares de almas, ya sea como simple zona de paso o de encuentro entre amigos o amantes, o ruta de fuga tras el fragor de la rutina impuesta por la demencia de oficinas y fábricas, discurren diariamente y a toda hora, de un lado a otro, trasmutados en personajes del “universo” Desinach: los asesinos, las putas, los borrachos, los violadores que madrugan para ir a misa, los devotos, las tías manoseadoras, las cándidas señoritas esquizofrénicas, los ludópatas, los suicidas, los curas pedófilos, los mendigos, los lisiados, los piedreros, las amas de casa adictas al Valium, los médicos que cobran biombo, los que exhiben sus llagas a cambio de un bocadito, las enfermeras ninfómanas en turno de guardia. 

Sin pretender afirmar que el autor ha vivido en carne propia los hechos narrados en su más reciente novela El escritor y la bicicleta, queda claro que Pablo Morfo funge como su alter ego, pues el texto, que registra los años de juventud del personaje, siendo aspirante de escritor, contiene una reflexión tácita sobre el oficio de la escritura.

Un día el joven Morfo es lanzado a la calle por la única persona con quien mantenía un lazo familiar: la Tía Mala, uno más de esos seres preponderantes en la obra del autor. Tras ese momento de desarraigo, súbita entrada a la indigencia, con hambre y sin techo, Morfo debe ingeniárselas para subsistir. Con prosa fluida, entretenida, Morfo va relatando las aventuras que le depara el intentar llevarse algo al estómago. Padece también de hambre espiritual. Le aquejan dudas existenciales. Cada día es una total incertidumbre y desde muy temprano en la vida intuye la soledad definitiva que vendrá con la muerte.

Se sabe acorralado, sin embargo yace dentro de él ese magma que es la fuerza vital de la juventud y empuja a la rebelión, a sacudirse, a conservar una esperanza, a soñar.

Lee mucho. Se pone a escribir. Lo hace como ejercicio de catarsis, como acto en procura de sanidad mental. Y es que cuando se trata de escribir, la crisis ayuda, ha de ser porque viéndonos amenazados dejamos de lado las fruslerías de la vida cotidiana y reparamos en la angustiante idea de nuestra propia finitud, o en la posibilidad de que nuestra única existencia factible sea acaso la que nos aqueja en ese momento. Hay en el escritor el implícito anhelo de evadir la muerte.  

El lugar que se constituirá en el nuevo hogar de Pablo Morfo posee una importante carga simbólica, señala el inicio de un periplo y trajo a mi mente la canción de Joaquín Sabina que dice: “Y los trenes eran animales mitológicos que representan la huida, la fuga, la vida, la libertad...” Morfo se lanza a una existencia marcada por el ritmo vertiginoso de sus amistades, a las que concede dominio parcial de su vida; la marihuana y los goces de Sheila y Miriam lo hacen más llevadero. Y está Vanushka, confidente insólita, su otro remedio contra el desamparo, que va más allá del fetichismo hasta convertirse en compañera.

Morfo escribe para no derrumbarse. La decadencia en torno a él es sustrato de su libro y, ya fuera que lo llegase a terminar o no, conforme teclea mira gestarse su única esperanza. La literatura, como la existencia humana, inicia a manera de hoja en blanco que requiere de voluntad, rigor y buen tino para constituirse en algo preferible a la nada.

Alter ego o conciencia reptante de los bajos mundos soñados por su creador, Pablo Morfo salió de los libros para escribir el suyo propio y terminar de afincarse en el imaginario de quienes le recuerdan como un adolescente que hablaba solo dentro de un búnker, o cuando se dirigía en bicicleta, hambriento, a robar frutas al Mercado Borbón, o en aquella época lejana en que el Mar Caribe se derramaba en sus ojos como único horizonte posible, mucho antes de aquella maldita tía y la capital de Vesania, revoltijo de gente y metal oxidado.


Bernabé Berrocal
escritor.

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