Prólogo
El
escritor y la bicicleta
Hace
poco me encontré con una hermosa fotografía colgada en la cuenta de Instagram
de mi amiga fotógrafa Sofía Achío. En ella se mira de espaldas a un descamisado
niño jugando con la arena, sentado frente a la inmensidad del océano. La imagen
fue captada a la hora en que probablemente decenas de niños como aquel, jugaban
descamisados frente al mar de Cahuita, y es muy posible que cada tarde en esa o
cualquier otra playa la estampa se repita, siendo, como decía Saramago, que en
la vida hay más protagonistas que historias.
Así,
no faltará quien catalogue aquella imagen como “lugar común”, pero para quienes
se percaten de que el título de la fotografía es Pablo Morfo y estén
familiarizados con la literatura de Faustino Desinach, se sorprenderán al
imaginar a ese personaje ─alrededor del cual el autor ha desarrollado buena
parte de su obra─ en tal estado de ternura e inocencia, distante aún de las
sombrías peripecias y el dolor que el destino le tiene deparado.
Faustino
Desinach ha logrado lo que es mérito de pocos escritores: generar un único
contexto imaginario que funcione para diferentes libros. Sus personajes
deambulan de una novela a otra. Es lo que algunos llaman el “universo propio”
del escritor, que le permite ahondar en la psique y las circunstancias de sus
personajes en cada obra, además de hilvanar sus relatos casi como fiel
descripción de la realidad nacional, veta frecuente de las historias de
Desinach, desplegando la ciudad de San José como telón de fondo. No la
idealiza, la muestra tal cual es. Y en esa sórdida mirada logra que San José enseñe
al lector su sonrisa sin dientes, la de quienes pernoctan cada noche en los
alrededores del Mercado Borbón o palian su soledad bailando delirantes en las
afueras de las cantinas de Calle 12. Al fin y al cabo la tribulación que ellos
exhiben sin pudor es la misma que esconden los de la otra Costa Rica, los
habitantes del mito del país más feliz del mundo, nombrado Vesania por el autor
en algunos de sus textos, término que significa demencia y locura y una manera
de destacar la delgada línea entre realidad y ficción.
La
literatura de Desinach se ha sustentado en un ejercicio de exploración de la
psique costarricense, a partir de la reconstrucción del origen de su miseria.
Su obra en suma, está llena de ejemplos de la forma en que germina, se afianza
y corrompe el poder económico y político, para luego enfocarse en el proceso de
segregación de quienes, fuera de la esfera dominante y habiendo aceptado la
privación de la bonanza a manos llenas prometida por el sistema económico, ya
no niegan la animalidad latente bajo su condición de ciudadanos y se dedican a
sobrevivir.
Son
estos los inadaptados que, por El Boulevard de los Infieles, arteria del
corazón capitalino donde a diario conviven millares de almas, ya sea como
simple zona de paso o de encuentro entre amigos o amantes, o ruta de fuga tras
el fragor de la rutina impuesta por la demencia de oficinas y fábricas,
discurren diariamente y a toda hora, de un lado a otro, trasmutados en
personajes del “universo” Desinach: los asesinos, las putas, los borrachos, los
violadores que madrugan para ir a misa, los devotos, las tías manoseadoras, las
cándidas señoritas esquizofrénicas, los ludópatas, los suicidas, los curas
pedófilos, los mendigos, los lisiados, los piedreros, las amas de casa adictas
al Valium, los médicos que cobran biombo, los que exhiben sus llagas a cambio
de un bocadito, las enfermeras ninfómanas en turno de guardia.
Sin
pretender afirmar que el autor ha vivido en carne propia los hechos narrados en
su más reciente novela El escritor y la bicicleta, queda claro que Pablo Morfo
funge como su alter ego, pues el texto, que registra los años de juventud del
personaje, siendo aspirante de escritor, contiene una reflexión tácita sobre el
oficio de la escritura.
Un día
el joven Morfo es lanzado a la calle por la única persona con quien mantenía un
lazo familiar: la Tía Mala, uno más de esos seres preponderantes en la obra del
autor. Tras ese momento de desarraigo, súbita entrada a la indigencia, con
hambre y sin techo, Morfo debe ingeniárselas para subsistir. Con prosa fluida,
entretenida, Morfo va relatando las aventuras que le depara el intentar
llevarse algo al estómago. Padece también de hambre espiritual. Le aquejan
dudas existenciales. Cada día es una total incertidumbre y desde muy temprano
en la vida intuye la soledad definitiva que vendrá con la muerte.
Se
sabe acorralado, sin embargo yace dentro de él ese magma que es la fuerza vital
de la juventud y empuja a la rebelión, a sacudirse, a conservar una esperanza,
a soñar.
Lee
mucho. Se pone a escribir. Lo hace como ejercicio de catarsis, como acto en
procura de sanidad mental. Y es que cuando se trata de escribir, la crisis
ayuda, ha de ser porque viéndonos amenazados dejamos de lado las fruslerías de
la vida cotidiana y reparamos en la angustiante idea de nuestra propia finitud,
o en la posibilidad de que nuestra única existencia factible sea acaso la que
nos aqueja en ese momento. Hay en el escritor el implícito anhelo de evadir la
muerte.
El
lugar que se constituirá en el nuevo hogar de Pablo Morfo posee una importante
carga simbólica, señala el inicio de un periplo y trajo a mi mente la canción
de Joaquín Sabina que dice: “Y los trenes eran animales mitológicos que
representan la huida, la fuga, la vida, la libertad...” Morfo se lanza a una
existencia marcada por el ritmo vertiginoso de sus amistades, a las que concede
dominio parcial de su vida; la marihuana y los goces de Sheila y Miriam lo
hacen más llevadero. Y está Vanushka, confidente insólita, su otro remedio
contra el desamparo, que va más allá del fetichismo hasta convertirse en
compañera.
Morfo
escribe para no derrumbarse. La decadencia en torno a él es sustrato de su
libro y, ya fuera que lo llegase a terminar o no, conforme teclea mira gestarse
su única esperanza. La literatura, como la existencia humana, inicia a manera
de hoja en blanco que requiere de voluntad, rigor y buen tino para constituirse
en algo preferible a la nada.
Alter
ego o conciencia reptante de los bajos mundos soñados por su creador, Pablo
Morfo salió de los libros para escribir el suyo propio y terminar de afincarse
en el imaginario de quienes le recuerdan como un adolescente que hablaba solo
dentro de un búnker, o cuando se dirigía en bicicleta, hambriento, a robar frutas
al Mercado Borbón, o en aquella época lejana en que el Mar Caribe se derramaba
en sus ojos como único horizonte posible, mucho antes de aquella maldita tía y
la capital de Vesania, revoltijo de gente y metal oxidado.
Bernabé
Berrocal
escritor.
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